LOS DIVERSOS PROCESOS DE JESÚS
#Han atado a Jesús de las muñecas
#Antes de llegar a las murallas, han llegado Juan y Pedro.
#JESÚS ES INTERROGADO POR ANÁS
#JESÚS ES LLEVADO A CASA DE CAIFÁS.
#JESÚS EN EL PRETORIO ANTE PONCIO PILATOS
#JESÚS ES LLEVADO AL PALACIO DE HERODES
#JESÚS EN EL PALACIO DE HERODES
#PILATOS ORDENA QUE SE FLAGELE A JESÚS
#Después de ser Jesús flagelado, es coronado de espinas
#ordena que lleven ante Poncio Pilatos al reo.
#PREFIEREN LLEVAR A LA MUERTE A JESÚS QUE A BARRABÁS
#"Que vaya a la cruz. Soldado, ve. Prepara la cruz." (¡Ibis ad crucem! I, miles, expedi crucem).
LLEVAN A JESÚS DEL GETSEMANÍ
A LA CASA DE ANÁS
Empieza el camino de dolor a través de la vereda pedregosa que de la plazuela donde Jesús fue capturado lleva al Cedrón, y de aquí, por otra vereda, a la ciudad. La burla y la crueldad empiezan al punto.
Han atado a Jesús de las muñecas y en la cintura como si fuese un hombre peligroso. Hombres llenos de odio tienen en sus manos las puntas de las cuerdas. Se le tira ya a un lado, ya hacia otro, como si fuera una piltrafa. Para causar dolor mayor, lo ataron con dos cuerdas contrarias. Una tira de las muñecas que las raspa y las pone coloradas; la otra aprieta los codos contra el tórax, aprieta horriblemente el abdomen, molestando el hígado y los riñones donde hay un grueso nudo, y donde azota con las puntas de las cuerdas el que las lleva, gritando: "¡Arre! ¡Adelante, borrico!" a sus palabras agrega puntapiés detrás de las rodillas de Jesús que se bambolea y que, si no cae por tierra, es porque los lazos lo sujetan en pie, lo cual no impide que, al jalar uno hacia la derecha y el otro hacia la izquierda, vaya a golpearse contra las paredes y troncos, y pesadamente caiga contra el borde del puentecillo del Cedrón, debido a un fuerte estirón que le dieron cuando iba a pasarle. Su boca, que se ha golpeado, comienza a sangrar. Levanta sus manos amarradas para limpiarse la sangre que le ensucia la barba, pero no dice nada. Es en verdad el cordero que no se opone a quien lo atormenta.
Entre tanto ha empezado a bajar gente que toma piedras y guijarros en el arenal, y desde abajo empieza a apedrearlo, porque no es cosa fácil atravesar el inseguro puentecillo, y así la gente se apiña estorbando el paso a Jesús. Le arrojan piedras a la cabeza, a la espalda, que no sólo lo hieren, sino también a sus aprehensores. Pero estos no se dejan, y por su parte arrojan palos y las mismas piedras. Lo cual sirve para golpear nuevamente a Jesús en la cabeza y en el cuello. Pasan el puente. Toman por la callejuela por donde se ven las figuras que ya no proyecta la luna, que está a punto de meterse, sino las pocas antorchas que no se apagaron poco antes de la apedreada.
Pero el odio ve más allá de la oscuridad, y hace objeto suyo la estatura elevada de Jesús. Fácil es herirlo, asirle de los cabellos y obligarle a doblar la cabeza, sobre la que arrojan una inmundicia que le llega a los ojos, a la boca, causándole náusea y dolor.
Entran ahora en el suburbio de Ofel, que tanto bien recibió de sus manos. La gentuza llama a los que están durmiendo para que se asomen. Las mujeres lanzan gritos de dolor y, aterrorizadas, huyen al ver lo que sucede. Los hombres, los mismos que de El recibieron curación, ayuda, palabras amigas, o inclinan la cabeza fingiendo indiferencia, simulando no preocuparse de lo que está sucediendo, o de la curiosidad pasan al odio, a las carcajadas, a las amenazas, y hasta se unen a los demás para mostrar su crueldad. Satanás ha puesto manos ya a su obra...
A un hombre casado que quiere seguir la gente, su mujer le sale al paso gritándole: "¡Cobarde! ¡Si vives es por El! ¡Tú, montón de podredumbre! No lo olvides." El marido con un fuerte golpe la hace a un lado. Ella cae por el suelo, mientras el corre a juntarse con los que golpean a Jesús y le lanza una piedra a la cabeza.
Una mujer, ya entrada en años, quiere impedir con todas sus fuerzas que su hijo vaya tras de ellos con la ira de hiena en el corazón y con el palo en las manos. Le grita: "¡Asesino! ¡El te salvó! ¡Si no fuera por El no vivirías!" Su hijo le da un puntapié en la ingle. Ella cae gritando: "¡Deicida y matricida! ¡Sé maldito por el seno que rompes otra vez, y por el Mesías a quien hieres!"
Cuanto más se acercan a la ciudad, tanto más aumenta la violencia.
Antes de llegar a las murallas -las puertas se han abierto y los soldados romanos, con las armas en mano, miran atentamente dónde y cómo se desenvuelve el tumulto, prontos a intervenir si la gloria de Roma lo exigiese- han llegado Juan y Pedro. Pienso que llegaron por alguna vereda que atraviesa el Cedrón más arriba del puentecillo, y se adelantaron a la multitud que camina despacio. Se refugian en la oscuridad de un zaguán, que hay enfrente de los muros. Se han echado los mantos sobre la cabeza, para que les sirvan de velo. Cuando Jesús llega, Juan se quita el manto y deja ver su cara pálida y angustiada a la luz de la luna que brilla antes de desaparecer detrás de la colina que está tras las murallas, y a la que oigo que los verdugos llaman Tofet. Pedro no se atreve a hacer lo mismo, pero se acerca para que lo vea... Jesús los mira... y una sonrisa de una bondad infinita aparece en su rostro. Pedro de vuelta sobre sí mismo, regresa a su rincón oscuro, llevándose las manos sobre los ojos, envejecido, como si fuera una piltrafa. Juan valerosamente se queda donde está, y solo cuando la turba ha pasado, se acerca a Pedro, lo toma por el codo, lo guía como suele hacer un niño con su padre ciego, y ambos entran en la ciudad detrás de la alborotada multitud.
A mis oídos llegan los gritos de estupor, burla, compasión de los soldados romanos. Algunos están enojados porque los han hecho levantarse por causa de ese "estúpido"; otros se burlan de los judíos que han sido capaces de aprehender "a una mujercilla"; otros tienen compasión de la Víctima que "siempre ha sido bueno", y hay quien diga: "Más me gustaría que me mataran que verlo en esas manos. El vale mucho. Dos cosas amo en el mundo: a El y a Roma."
"¡Por Júpiter!" exclama uno de mayor graduación. "Yo no quiero ningún problema. Voy a donde el oficial, para que lo comunique a quien se debe. No quiero que me manden a pelear contra los Germanos. Estos hebreos apestan, son unas sierpes y pestilencia, pero aquí mi vida está segura. Pronto me licenciarán, y en Pompeyo tengo a mi novia..."
Los dejo para seguir a Jesús que continúa por la calle que forma una especie de arco al subir al Templo. Veo y comprendo que la casa de Anás a donde quieren llevarlo está y no está en ese laberinto que es el Templo, que ocupa toda la colina Sión. La casa está en las extremidades, cerca de una cadena de muros que parecen colindar con la ciudad. De esta parte se alarga con portales y patios por la pendiente del monte hasta llegar al recinto del verdadero Templo, esto es, a donde vienen los israelitas para sus manifestaciones del culto. En el muro se ve un portón de hierro, al que se dirigen estas hienas. Tocan fuertemente. Apenas lo abren, sin ningún respeto a los criados, entran apresuradamente llevando a Jesús. Temerosos tal vez de que los soldados romanos o de los partidarios de Jesús, cierran inmediatamente el cancel.
Pero, ¿dónde están sus partidarios?...
Atraviesan el vestíbulo, luego un portal, el corredor, otro portal y de nuevo otro patio, empujan a Jesús por tres escalones, le obligan a atravesar casi de carrera un portal elevado sobre el patio, y llegan así a una rica sala donde espera un hombre anciano vestido de sacerdote.
"Que Dios te dé sus consuelos, Anás" dice el que parece ser el oficial, si así puede llamarse el bribón que ha sido el jefe de esos sinvergüenzas. "Aquí tienes al culpable. Lo entrego a tu santidad para que Israel se vea limpio de toda culpa."
"Que Dios te bendiga por tu astucia y fidelidad."
¡Hermosa cordura! Bastaba que Jesús hablase para que los hubiera hecho caer por tierra como en el Getsemaní.
"¿Quién eres?"
"Jesús de Nazaret, el Rabí, el Mesías. Tú me conoces. No he hecho nada en la oscuridad."
"En la oscuridad, no, pero has hecho que la gente se extravíe con enseñanzas tenebrosas. El Templo tiene derecho y obligación de vigilar por el alma de los hijos de Abraham."
"¡Las almas! Sacerdote de Israel, ¿puedes afirmar que has sufrido por el alma del más pequeño o del más grande de este pueblo?"
"¡ ¿Y Tú acaso sí? ! ¿Qué has hecho que pueda llamarse sufrimiento?"
"Que ¿qué he hecho? ¿Por qué me preguntas? Todo Israel lo sabe. Tanto las piedras de la ciudad santa como las del más pobre rancho lo publican. He dado vista a los ciegos: tanto para sus ojos como para su corazón. He abierto los oídos a los sordos: para que oyesen la voz de los humanos, y la voz del cielo. He hecho que caminasen los lisiados, los paralíticos para que emprendiesen el camino, dejando la carne, que lleva a Dios, y luego continuasen con el espíritu. He limpiado a los leprosos de la lepra que señala la ley mosaica, y de la que Dios aparta su rostro: el pecado. He resucitado muertos. No afirmo que sea una gran cosa llamar a alguien a la vida, pero sí lo es redimir a un pecador. Cosa que he hecho. He socorrido a los pobres, enseñado a los ambiciosos y ricos israelitas el precepto santo del amor al prójimo y permanecido pobre, pese al río de oro que pasó por mis manos. He secado más lágrimas que todos vosotros, dueños de riquezas. He repartido una riqueza que no tiene nombre: el conocimiento de la ley, de Dios, la seguridad que todos somos iguales, y que a los ojos santos del Padre vale tanto el llanto como el delito, sea el Tetrarca o el Pontífice que lo hicieren, el mendigo y el leproso que mueren por el camino. Esto he hecho y no otra cosa."
"¿No comprendes que Tú mismo te acusas? Has dicho: y la lepra de la que Dios aparta su rostro y que no está señalada en el libro de Moisés. Insultas a éste e insinúas que hay lagunas en su ley..."
No. La ley no es de Moisés sino de Dios. Yo afirmo que más que la lepra que cubre la carne y que algún día termina, es mayor la culpa que es desgracia del alma y para siempre."
"Has tenido el atrevimiento de afirmar que perdonas los pecados. ¿Cómo puedes hacerlo?"
"Si con una poca de agua lustral y con sacrificar un carnero es lícito y todos creen que es posible anular una culpa, expiarla y verse limpio, ¿qué no podrá lograr mi llanto, mi Sangre y mi voluntad?"
"Tú no has muerto todavía. ¿Dónde está esa Sangre?"
"Todavía no he muerto, pero lo estaré, porque escrito está, antes de que Sión existiese, antes de Moisés, antes de Jacob, de Abraham, desde que el rey del mal mordió el corazón del hombre y lo envenenó y con él el de sus hijos. Está escrito en la tierra, en los libros donde resuena la voz de los profetas. Está escrito en los corazones. En el tuyo, en el de Caifás, en los sinedritas que no me perdonan. ¡No! Tales corazones no pueden perdonarme que haya sido Yo bueno. He absuelto anticipándome a mi Sangre. Ahora realizo la absolución con la purificación que ella proporciona."
"Nos has llamado ambiciosos e ignorantes del precepto del amor..."
"¿Y no es verdad, acaso? ¿Por qué razón me queréis matar? Porque tenéis miedo de que os quite el trono. ¡No tengáis miedo de ello! Mi Reino no es de este mundo. Os permito que sigáis siendo dueños del poder. El Eterno sabrá decir un "basta", que os hará caer fulminados..."
"¿Como Doras, acaso?"
"El murió por la ira que tenía, no por un rayo del cielo. Dios lo esperaba al otro lado para fulminarlo."
"¿Y me lo estás repitiendo? ¿A mí, pariente suyo? ¿A esto te atreves?"
"Yo soy la Verdad. Y la Verdad nunca es cobarde."
"Eres un soberbio y un loco."
"No. Soy sincero. Me acusas de haberos ofendido. ¿Pero no acaso os odiáis mutuamente? Ahora el odio que me tenéis os une, pero mañana, cuando me hubiereis matado, volveréis a odiaros mutuamente y con mayor fiereza, y viviréis con esta hiena sobre las espaldas y con esta serpiente en el corazón. Yo he enseñado el amor, por compasión al mundo. He enseñado a no ser ambiciosos, a tener misericordia. ¿De qué me acusas?"
"De haber introducido una doctrina nueva."
"¡Oh, sacerdote! En Israel pululan nuevas doctrinas: los esenios (secta religiosa de los tiempos de Jesús, se caracterizaban por una observancia exterior muy meticulosa, más que la de los fariseos. Formaban una especie de confraternidad religiosa muy espiritual y severa) tiene la suya, como los sadoquitas (eran otra secta, semejante a la de los esenios, más rigorosa que la de los fariseos. Formaban una sociedad que, nacida en Palestina, se había establecido en Damasco cerca de un siglo antes de Jesús), los fariseos. Cada uno tiene su doctrina secreta. Para uno se llamará placer, para otro oro, para el de más allá poder. Cada uno tiene su ídolo. No así Yo. He vuelto a tomar la ley de mi Padre pisoteada, la ley del Dios eterno, y he repetido sencillamente los diez mandamientos, gastando todas mis fuerzas para que entrasen en los corazones que no los conocían más."
"¡Horror! ¡Blasfemia! A mi que soy sacerdote, ¿me dice esto? ¿No tiene Israel un Templo? ¿Somos acaso como los desterrados de Babilonia? Responde."
"Lo sois, y peor todavía. Hay un Templo, es verdad. Un edificio. Pero Dios no está en él. Ha huido ante la abominación que ha visto en su casa. Pero ¿para qué me preguntas tanto, si mi muerte ha sido ya decidida?"
"No somos asesinos. Castigamos con la muerte después de haber probado si la culpa la merece. Quiero salvarte. Respóndeme a esto y te salvaré. ¿Dónde están tus discípulos? Si me los entregas te dejo en libertad. Dime sus nombre, los de todos, y especialmente los de los más ocultos. Dime: ¿Nicodemo es discípulo tuyo? ¿José también? ¿Y Gamaliel? ¿Y Eleazar? Y... Pero de esto lo sé... No es necesario. Habla. Habla. Ten en cuenta que te puedo condenar a muerte o salvar. Soy influyente."
"Eres fango. Dejo al fango el trabajo de un espía. Yo soy la Luz."
Un esbirro le da una bofetada.
"Yo soy la Luz. Luz y Verdad. He hablado públicamente a todos. He enseñado en las sinagogas, en el Templo donde se reúnen los judíos, y nada he dicho en secreto. Lo repito. ¿Por qué me interrogas a Mí? Interroga a los que oyeron lo que dije. Lo saben."
Otro esbirro le da un bofetón gritándole: "¿De este modo respondes al Sumo Sacerdote?"
"Estoy hablando a Anás. El Pontífice es Caifás. Le hablo con el respeto debido a su vejez. Pero, si te ha parecido mal, demuéstramelo, si no, ¿por qué me has pegado?"
"Déjalo. Voy a donde Caifás. Tenedlo aquí hasta que ordene otra cosa. Impedid que alguien hable con El." Anás sale.
Jesús no habla, no; ni siquiera con Juan que se ha atrevido a estar en la puerta, sin temer a la plebe de esbirros. Sin decirle una palabra, pero sí con una mirada triste le ordena que se vaya, y lo pierdo de vista.
Jesús se queda entre los verdugos. Lo golpean con las cuerdas, le arrojan salivazos, se burlan, le dan puntapiés, le jalan los cabellos, hasta que llega un siervo diciendo que lo lleven a casa de Caifás.
JESÚS ES LLEVADO A CASA DE CAIFÁS.
Jesús, amarrado y maltratado, sale, recorre el portal hasta llegar a un portón, atraviesa un patio en que hay mucha gente calentándose al fuego, porque hace frío y sopla el viento en las primeras horas de la madrugada del viernes. Está también Pedro con Juan, mezclados entre la gente hostil. Han de tener bastante valor para estar allí... Jesús los mira y una sombra de sonrisa se dibuja en su boca hinchada por los golpes recibidos.
El recorrido por pórticos y atrios, patios y corredores es largo. ¡Qué casas tenía esta gente del Templo!
La gente no entra en el recinto del pontífice. Le hacen que regrese al vestíbulo de Anás. Jesús entra con los esbirros y sacerdotes. La sala en que ha entrado es espaciosa, que no parece rectangular por los muchos asientos en forma de herradura de caballo, colocados en las tres paredes, dejando en el centro un espacio más allá del cual hay dos o tres sillas sobre tarima.
Cuando Jesús va a entrar, llega Gamaliel el rabí. Los guardias le dan un estirón para que deje el paso libre al doctor de Israel. Este, derecho como una estatua, hierático, acorta el paso, y moviendo apenas los labios, sin mirar a nadie, pregunta: "¿Quién eres? Dímelo." Y Jesús dulcemente: "Lee los profetas y te responderán. La primera señal está allí. La otra se aproxima."
Gamaliel se recoge el manto y entra. Le sigue Jesús. Mientras Gamaliel se dirige a su asiento, Jesús es arrastrado al centro de la sala, ante el Pontífice, que es el retrato vivo del criminal. Espera hasta que todos los miembros del Sanedrín hayan entrado. Luego da empiezo a la sesión.
Caifás ve dos o tres asientos vacíos y pregunta. "¿Dónde está Eleazar? ¿Y Juan?"
Se pone de pie un joven escriba, según me parece, se inclina y dice: "No quisieron venir. Aquí está escrito."
"Que se conserve y se tome nota. Responderán de ello. ¿Qué tienen que decir los miembros santos de este Consejo acerca de ése que está ahí?"
"Tomo la palabra. En mi casa violó el sábado. Dios es testigo si miento. Ismael ben Fabi nunca miente."
"¿Es verdad, acusado?"
Jesús no responde.
"Yo soy testigo de que convivía con prostitutas. Fingiéndose profeta, convirtió su albergue en un lupanar, y por colmo, invitaba hasta las paganas. Conmigo estuvo Sadoc, Calascebona y Nahum, fiduciario de Anás. ¿No es verdad, Sadoc y Calascebona? Desmentidme, si no es verdad."
"Es como acabas de decir."
Jesús guarda silencio.
"No perdía la ocasión de burlarse de nosotros, y de hacer que otros lo hiciesen. Si la gente no nos ama, es su culpa."
"¿Lo oyes? Has profanado a los miembros santos del Consejo."
Jesús no responde.
"Este hombre está endemoniado. Como estuvo en Egipto, ejercita la magia negra."
"¿Cómo lo pruebas?"
"Bajo mi palabra y por las tablas de la Ley."
"La acusación es grave. Defiéndete."
Jesús no responde.
"Es ilegal tu ministerio, tenlo en cuenta. Merece la muerte. Habla."
"Nuestra sesión es ilegal. Levántate, Simeón, y vámonos" grita Gamaliel.
"Pero rabí, ¿estás loco?"
"Respeto las fórmulas. No es lícito proceder como lo estamos haciendo. Presentaré un acusación pública." El rabí Gamaliel sale tieso como una estatua. Le sigue un hombre como de treinta y cinco años que se le parece.
Terminada la breve confusión que provoca la salida de Gamaliel, Nicodemo y José aprovechan la oportunidad para hablar en favor de Jesús.
"Gamaliel tiene razón. La hora como el lugar son ilícitos y las acusaciones no tienen ningún peso. ¿Puede alguien acusarlo de haber en realidad despreciado la ley? Soy amigo suyo, y juro que siempre lo vi respetuoso para con ella" dice Nicodemo
"Lo mismo yo. Y para no suscribir un crimen, me cubro la cabeza, no por El, sino por nosotros y me voy." José hace por bajar de su asiento e irse.
Caifás grita: "¡Ah, con que esas tenemos! Que vengan los testigos jurados, y escuchad, luego podéis iros."
Entran dos tipos que parecen galeotes. Miradas fugitivas, sonrisa sarcástica y cruel.
"Hablad."
"No es lícito oírlos juntos" grita José.
"Soy el Sumo Sacerdote. Lo ordeno. ¡Silencio!"
José da un puñetazo sobre la mesa y dice: "¡Que las llamas del cielo caigan sobre ti! Desde este momento sábelo que José el Anciano es enemigo del Sanedrín y amigo de Jesús. Y así paso a informar al pretor que aquí se condena a alguien a muerte sin contar con Roma" y sale violentamente, dando un empujón a un flaco joven escriba que quiere detenerlo.
Nicodemo, más recatado, se va sin decir ni una palabra. Al salir pasa ante Jesús y lo mira...
Nueva confusión. La temible sombra de Roma se proyecta. La víctima expiatoria sigue siendo Jesús.
"¡Por tu culpa! ¡Corruptor de los mejores judíos! ¡Los has envilecido!"
Jesús no protesta.
"Que hablen los testigos" grita Caifás.
"Bueno! Este empleaba el... el... Lo sabíamos...¿Cómo se llama esa cosa?"
"¿Te refieres al tetragrama?"
"Exacto. Es lo que dijiste. Evocaba los muertos. Enseñaba que no se observase el sábado y que se profanase el altar. Lo juramos. Decía que El destruiría el Templo para reedificarlo en tres días con la ayuda de los demonios."
"No. Decía: el hombre no lo fabricará."
Caifás baja de su silla y se acerca a Jesús. Pequeño, obeso, feo, como un reptil que hablase de amor a una estrella. Porque Jesús, no obstante los golpes que ha recibido, que está sucio y despeinado, es todavía muy bello y majestuoso.
"¿No respondes a esas acusaciones tan graves, tan horrendas? Habla, y borra la mancha que sobre ti han echado."
Jesús guarda silencio. Lo mira.
"Entonces, respóndeme. Soy tu pontífice. En nombre de Dios vivo, dime: ¿eres Tú, el Mesías, el Hijo de Dios?"
"Tú lo has dicho. Yo lo soy. Y veréis al Hijo del hombre, sentado a la derecha del poder del Padre, que vendrá sobre las nubes del cielo. Por lo demás, ¿para qué me preguntas? He hablado durante tres años. Nada he dicho en oculto. Pregunta a los que han oído, que te referirán lo que he enseñado y lo que he hecho."
Uno de los soldados le pega en la boca, haciéndosela sangrar de nuevo y le grita: "¿De este modo respondes, ¡oh Satanás!, al Sumo Pontífice?"
Jesús responde dulcemente a éste como al anterior: "Si he hablado bien, ¿por qué me has pegado? Si mal, ¿por qué no me muestras donde mi error? Repito: Soy el Mesías, el Hijo de Dios. No puedo mentir. Soy el sumo Sacerdote, el eterno Sacerdote. Soy el único que llevo el Racional sobre que está escrito: Doctrina y Verdad. Y le soy fiel, hasta la muerte, ignominiosa a los ojos del mundo, santa a los de Dios, y hasta la bienaventurada resurrección. Soy el Pontífice ungido, soy el Rey. Estoy a punto de tomar mi cetro y con él, como si fuese ventilador, limpiaré la era. Este Templo será destruido y volverá a levantarse, nuevo, santo. Porque el actual está corrompido y Dios lo ha entregado a su destino."
"¡Blasfemo!" gritan todos al unísono.
"¿Lo vas a hacer en tres días, Tú, loco y endemoniado?"
"No éste, sino el mío resucitará, el Templo del Dios verdadero, del Dios vivo, del Dios santo, del tres veces santo."
"¡Anatema!" gritan de nuevo al unísono.
Caifás levanta su voz de vejete, se rasga su vestidura de lino con un fingido horror y dice: "No tenemos necesidad de oír otros testimonios. Hemos oído su blasfemia. ¿Qué vamos a hacerle?"
Todos a coro: "Es reo de muerte."
Haciendo gestos de desprecio y de escándalo salen de la sala. Jesús queda a merced de los esbirros y del grupo de falsos testigos que entre bofetadas, puñetazos, salivazos, le vendan los ojos con un trapo, y luego le jalan con todas las fuerzas sus cabellos, lo arrastran acá y allá con las manos amarradas de modo que se pega contra las mesas y paredes. Le preguntan: "¿Quién te ha pegado? Adivina." Varias veces le ponen zancadilla, y Jesús cae al suelo cuan largo es. Las risotadas hieren el viento al verlo caer, al ver que apuradamente logra ponerse nuevamente de pie.
De este modo pasan las horas. Los verdugos, cansados ya, creen que conviene descansar un poco. Llevan a Jesús a un chiribitil haciéndole atravesar muchos patios en medio de la befa de la plebe que ha venido reuniéndose en los atrios de las casas pontificales. Jesús llega al lugar donde está Pedro calentándose al fuego. Lo mira, pero Pedro esquiva la mirada. Juan no está ya. No lo veo. Creo que se habrá ido con Nicodemo...
Débilmente llega la aurora envuelta en color negruzco. Se ha dado la orden de volver a Jesús a la sala del Consejo para un proceso legal. Es el momento en que Pedro niega por tercera vez conocer a Jesús cuando El pasa, marcado ya con los golpes. A la luz verdosa del alba, los cardenales toman un aspecto horroroso, los ojos se ven más hundidos y vidriosos; se ve un Jesús sumergido en el dolor que el mundo le proporciona... Un gallo lanza al aire, que apenas si el alba mueve, su chillido estridente, sarcástico, burlón. En el momento en que aparece Jesús, no se oye otra cosa que la voz ronca de Pedro: "Lo juro, mujer. no lo conozco." Sus palabras son secas, cortantes, a las que responde el canto del gallo como si jugara con ellas, como si algo le recordara, como si algo le echara en cara
Pedro siente un estremecimiento y vuelve sobre sí para huir. Pero se encuentra frente a Jesús que lo mira con una compasión infinita, con un dolor tan triste e intenso que me destroza el corazón como si después de esa mirada no pudiese ver a mi Jesús. Pedro lanza un gemido y sale bamboleándose como si estuviese ebrio. Escapa detrás de dos criados que salen a la calle, y se pierde en la oscuridad.
Jesús llega al aula. A propósito, le hacen la misma pregunta capciosa: "En nombre de Dios verdadero, dinos: ¿Eres el Mesías?" Y al oír la misma respuesta lo condenan a muerte y dan órdenes de que se le lleve a Pilatos.
Todos sus enemigos, menos Anás y Caifás lo escoltan. Vuelve a pasar por los mismos atrios del Templo en donde tantas veces había hablado, hecho el bien, curado. Pasa la muralla almenada, entra en las calles de la ciudad, y más arrastrado que llevado, sube en medio de un color rosáceo, anuncio primero de los primeros rayos.
Me imagino que con el propósito de atormentarlo lo más posible, le hacen dar una vuelta inútil, pasando por los mercados, mesones, albergues repletos de gente para la pascua. Y tanto las verduras que no pueden venderse como los excrementos de los animales sirven de proyectiles contra El, cuyo rostro aparece más herido, lleno de sangre, cubierto de inmundicias. Sus cabellos ya hechos pesados y ligeramente extendidos por el sudor de la sangre y opacos, ahora caen despeinados y llenos de paja e inmundicia, cayendo sobre los ojos porque se los despeina para velarle la cara.
Mercaderes y compradores dejan todo por seguir a Jesús, pero no porque lo aman. Los mozos de cuadra, los criados de los albergues, salen en masa, sin hacer caso a los gritos y órdenes de sus patrones, quienes, a decir verdad, como casi todas las mujeres, si no son contrarias a mostrarse enemigas de Jesús, por lo menos son indiferentes al tumulto, y se retiran refunfuñando porque tienen que atender solas a tanta gente.
El séquito aumenta de minuto en minuto. Parece como si una imprevista epidemia hiciera cambiar corazones y fisonomías. Son los primeros delincuentes. Son las máscaras en que se dibuja el odio, la ira. Sus manos se curvan como para desgarrar, sus bocas toman la forma del lobo que aúlla. Sus ojos son ceñudos, están enrojecidos, estrábicos como los de los locos. En medio de ellos Jesús es el mismo de siempre, aun cuando su rostro está ensuciado con inmundicias que manchan su cuerpo, además de los golpes que se lo han hinchado.
En una arquivolta donde el camino se estrecha como anillo, mientras todos avanzan lentamente, un grito: "¡Jesús!" rompe el aire. Es Elías, el pastor, que con su garrote trata de abrirse paso. Viejo, robusto, amenazador y fuerte, logra llegar casi a donde el Maestro, pero la multitud desconcertada en un principio, estrecha sus filas y se impone contra el invasor.
"¡Maestro!" grita. Pero su grito se pierde entre la plebe que lo absorbe y rechaza.
"!Vete!... Mi Madre... Te bendigo..."
El séquito pasa el lugar estrecho, y como agua que se desborda al encontrar espacio, se desparrama tumultuosa en una ancha calle que hay entre dos colinas, sobre cuyas lomas se ven espléndidos palacios de ricos señores.
Vuelvo a ver el Templo en lo alto del monte Sión, y comprendo que el giro que han hecho dar a Jesús ha sido con el propósito de que lo insultasen, de que aumentara el número de los que se burlasen de él. Poco a poco vuelven al lugar de donde habían partido.
De un palacio sale a galope un jinete. La gualdrapa de color púrpura que sobresale sobre el color blanco del caballo árabe, lo grandioso del jinete, su espada desnuda que golpea de plano las espaldas de la gente y de lomo las cabezas que sangran, le dan el aspecto de un arcángel. En una empinada, el caballo caracolea, corvetea. Sus manos son arma de ataque, y el medio mejor para que se abra paso el jinete. En esos momentos el velo de púrpura y oro sostenido con una cinta dorada que lo cubre, se le cae, y se aparece la cara de Mannaén.
"¡Atrás!" grita. "¿Cómo os permitís turbar el descanso del Tetrarca?" Pero esto no es sino un pretexto para justificar lo que hace y su intento de llegar a donde Jesús. "Este hombre... dejádmelo ver... Apartaos, o llamo a las guardias..."
La gente, ante los sablazos que recibe, las patadas del caballo, las amenazas del jinete, se abre, y Mannaén llega al grupo donde va Jesús con los guardias del Templo.
"¡Largo! El Tetrarca vale más que vosotros, imbéciles. Atrás. Quiero hablar con El" y lo consigue, embistiendo con su espada al más encarnizado de los verdugos.
"¡Maestro!..."
"Gracias. Pero ¡vete! ¡Que Dios te de fuerzas!" Jesús, con las manos ligadas y, como puede, hace una señal de bendecirlo.
La multitud silba desde lejos. Y, apenas ve que Mannaén se retira, se venga de lo que soportó con una rociada de piedras e inmundicias que le arrojan.
Los primeros rayos solares besan la calle empinada. Lleva a la Torre Antonia, cuya mole de lejos se ve.
Hiende los aires el grito agudo de una mujer: "¡Salvador mío! Mi vida por la suya, ¡oh Eterno!"
Jesús vuelve su cabeza, y ve que en la logia de un hermoso edificio está Juana de Cusa con criados y criadas, y con los pequeños María y Matías, que tiende los brazos al cielo.
¡Pero el cielo este día ha cerrado sus puertas! Jesús levanta sus manos y hace un gesto de un postrer adiós.
"¡A la muerte! ¡A la muerte el blasfemo, el corruptor, el amigo del diablo! A la muerte sus amigos." Silbidos y pedradas llegan a la terraza. No sé si alguien fue herido; oigo sólo un grito muy agudo, y veo luego que el grupo desaparece.
Adelante, adelante, siempre subiendo... Jerusalén enseña sus casas que empiezan a lavarse al sol, pero están vacías porque el odio les ha quitado sus moradores, y los que han venido de lejos para la pascua, contra Jesús.
Un manípulo de soldados romanos sale corriendo de la Antonia con las astas apuntadas contra la plebe que se dispersa aullando. Quedan en la mitad de la calle Jesús, los guardia, los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos del pueblo.
"¿Por este hombre, esta sedición? Responderéis a Roma" grita altanero un centurión.
"Es reo de muerte según nuestra ley."
"¿Desde cuando se os ha devuelto el jus gladii et sanguinis?" pregunta el centurión de mayor graduación, un hombre de cara dura, de un verdadero romano. En una mejilla hay una cicatriz que muestra que se la partieron en dos. El centurión habla con desprecio, con asco, como si hablase a galeotes piojosos.
"Sabemos que no tenemos este derecho. Somos los fieles súbditos de Roma..."
"¡Ja, ja, ja,! ¡Óyelos, Longinos! ¡Fieles! ¡Sujetos! ¡Inmundicias! Las flechas de mis arqueros serían vuestro mejor premio."
"Morirían como nobles. A lomos de mulos, azotes de arrieros..." responde con irónica flema Longinos.
Los jefes de los sacerdotes, escribas y ancianos arrojan espuma de odio. Pero quieren conseguir su objetivo y se callan. Se tragan la ofensa, como si no la hubieran entendido; e, inclinándose, piden a los centuriones que Jesús sea llevado donde Poncio Pilatos para que "juzgue y condene con la muy recta y honesta justicia de Roma."
"¡Ja, ja! ¡Óyelos! Somos más sabios que Minerva...¡Entregadlo aquí! Y caminad adelante. Nunca puede estar uno seguro. Sois unos chacales apestosos. Teneros a la espalda es peligroso. ¡Adelante!"
"No podemos."
"¿Por qué? Cuando alguien acusa debe presentarse ante el juez con el acusado. Esta es la norma de Roma."
"La casa de un pagano es inmunda a nuestros ojos, y ya nos purificamos para la pascua."
"¡Desgraciados! ¡Se contaminan si entran!... Y matar al único hebreo que valga la pena, que no es chacal, ni reptil como vosotros, ¿no os ensucia? Está bien. Quedaos donde estáis. Ni un paso adelante, o las astas se clavarán en vosotros. Una decuria alrededor del Acusado. Los demás enfrente a este gentuza que apesta."
JESÚS EN EL PRETORIO ANTE PONCIO PILATOS
Jesús entra en el Pretorio en medio de diez soldados. Los dos centuriones están ante ellos. Mientras Jesús se detiene en un vasto vestíbulo, más allá del cual hay un patio que ve tras una cortina que el viento apenas si mueve, desaparecen detrás de una puerta. Vuelven a entrar acompañados del Gobernador que viste una toga blanquísima sobre la que luce un manto de color escarlata. Tal vez se vestían así cuando representaban oficialmente a Roma.
Entra indolentemente, con una sonrisa escéptica en la cara rasurada, frota entre los dedos unas hojitas de aloista y las huele con placer. Va a un cuadrante solar, regresa después de haberlo mirado. Deposita granos de incienso en un brasero que hay a los pies de la estatua de una divinidad. Pide que le traigan agua como de limón y hace gárgaras. En un espejo de metal tersísimo vuelve a mirarse el peinado que le cae ondeado. Parece como si se hubiera olvidado del Acusado que espera su aprobación para ser muerto. Aun las mismas piedras se encolerizarían contra su modo de ser.
Como el atrio está abierto por delante y elevado tres escalones más que el vestíbulo, que lo es respecto a la calle misma, los hebreos lo ven todo y se estremecen de ira, pero no atreven a rebelarse por temor a las astas y venablos.
Después de haber dado una y más vueltas alrededor del vasto atrio, Pilatos se dirige a Jesús, lo mira, y pregunta a los centuriones: "¿Se trata de éste?"
"Así es."
"Que vengan los acusadores" y va a sentarse en una silla que está sobre una tarima. Sobre la cabeza de Pilatos se ven las insignias de Roma: el águila dorada y las poderosas letras (las insignias militares romanas se componían de águilas con las alas desplegadas y la sigla S(enatus), P(opulus), Q(ue), R(omanus) que en romance significan: El Senado y el Pueblo romanos.).
"No pueden entrar. Se contaminan."
"¡Je! Mejor. Así no tendremos necesidad de ríos de esencias para limpiar el lugar de su olor caprino. Por lo menos que se acerquen allá abajo. Y vosotros tened cuidado de que no entren, ya que no lo quieren. Este hombre puede ser un pretexto para alguna sedición."
Un soldado trasmite las órdenes del Procurador romano. Los demás se ponen en fila ante el atrio, a distancia regular. Son hermosos como nueve estatuas de héroes.
Se acercan los príncipes de los sacerdotes, los escribas y ancianos. Saludan con inclinaciones serviles y se detienen en la plazoleta que está ante el pretorio, más allá de los tres escalones del vestíbulo.
"Hablad y sed breves. Os habéis hecho ya sospechosos por haber turbado el reposo nocturno, y haber obligado por la fuerza que se os abrieran las puertas. Lo verificaré. Y tanto los que os dieron las órdenes como los que obedecisteis responderéis de ello." Pilatos ha ido a ellos, quedándose dentro del vestíbulo.
"Hemos venido a someter a Roma, a cuyo divino emperador representas, nuestra sentencia contra éste."
"¿De qué le acusáis? Me parece inofensivo."
"Si no fuera un malhechor no te lo hubiéramos traído." Y con el ansia de acusar dan unos pasos hacia adelante.
"¡Rechazad a esa plebe! Seis pasos más allá de los escalones de la plazoleta. ¡Las dos centurias a las armas!"
Los soldados obedecen rápidamente. Se alinean cien sobre la parte exterior más alta, con las espaldas dando al vestíbulo, y cien en la plazoleta que da al portón de entrada donde vive Pilatos. He dicho portón: lo llamaría arco triunfal porque es un amplio espacio con un cancel, ahora abierto, que penetra en el atrio por el largo corredor del ancho vestíbulo de unos seis metros, de modo que se ve bien lo que sucede en el atrio elevado. Más allá del vestíbulo se distinguen las caras brutales de los judíos que, amenazadoras y satánicas, miran hacia el interior, más allá de los soldados, que codo con codo, como si fuese un desfile, presentan doscientas puntas a esos conejos asesinos.
"Repito ¿qué acusación traéis contra éste?"
"Ha cometido un delito contra la ley de nuestros padres."
"¿Y para esto venís a molestarme? Tomadlo vosotros y juzgadlo según vuestras leyes."
"No podemos matar a nadie. No somos doctos. El derecho hebreo es una insignificancia respecto al perfecto derecho de Roma. Como ignorantes y súbditos de Roma, maestra, tenemos necesidad de..."
"¿Desde cuándo a estas fechas sois miel y mantequilla?... Habéis dicho una verdad, ¡vosotros maestros de la mentira! ¡Tenéis necesidad de Roma! Sí, para desembarazaros de éste que os da fastidio. He comprendido." Y Pilatos mira hacia el cielo sereno que se perfila como una laja cuadrada de turquesa oscura entre las paredes blancas de mármol del atrio.
"Decid: ¿cuál ha sido el delito que cometió contra vuestras leyes?"
"Hemos descubierto que introducía el desorden en nuestra nación y que impedía que se pagase el tributo a César, llamándose el Mesías, rey de los judíos."
Pilatos se dirige ahora a Jesús que está en el centro del atrio. Sigue amarrado, pero sin soldados. La mansedumbre se refleja en su persona. Le pregunta: "¿Eres Tú rey de los judíos?"
"¿Quieres saberlo tú, o por insinuación de otros?"
"Y a mí que me va con tu Reino. ¿Soy acaso judío? Tu nación y sus jefes te han consignado a mí para que te juzgue. ¿Qué has hecho? Sé que eres leal. Habla. ¿Es verdad que aspiras al Reino?"
"Mi Reino no viene de este mundo. Si fuese un Reino del mundo, mis siervos y mis soldados hubieran combatido, para que los judíos no me hubieran capturado. Mi reino no es de la tierra. Tú sabes que no aspiro al poder."
"Lo sé. Es verdad. Me lo han dicho. Pero no niegas ser rey."
"Tú lo has dicho. Yo soy rey. Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Quien es amigo de la verdad escucha mi voz."
"¿Qué es la verdad? ¿Eres filósofo? Esto no sirve para nada ante la muerte. Sócrates murió lo mismo."
"Pero le sirvió en la vida, tanto para vivir bien como para morir, y en la otra vida para no llevar el nombre de traidor a las virtudes cívicas."
"¡Por Júpiter!" Pilatos por unos instantes lo mira sorprendido. Luego le vuelve su sarcasmo de escéptico. Hace como si estuviera cansado vuelve la espalda a Jesús, regresa a donde los judíos.
"No encuentro ninguna culpa en El."
La plebe se encabrita, llena de temor de que fuera a perder su presa, y el espectáculo de la cruz. Grita: "¡Es un rebelde!", "¡Un blasfemo!", "¡Empuja al libertinaje!", "Excita a la rebelión", "Niega el respeto a César", "Subleva al pueblo con su doctrina enseñando por toda la Judea, a la que llegó desde la Galilea", "¡A la muerte!", "¡A la muerte!"
"¿Es galileo?... ¿Eres galileo?" Pilatos se vuelve a Jesús: ¿Has oído cómo te acusan? Defiéndete."
Jesús no responde. Pilatos piensa... decide. "Una centuria se lo lleve a donde Herodes. Que lo juzgue. Es su súbdito. Reconozco el derecho del Tetrarca, y de antemano acepto su veredicto. Que se le comunique. Id."
JESÚS ES LLEVADO AL PALACIO DE HERODES
Jesús, como un bribón en medio de cien soldados, vuelve a atravesar la ciudad. Torna a encontrar a Judas Iscariote con quien ya se había cruzado antes cerca de un mercado. Me había olvidado de decirlo porque estaba yo presa de coraje contra la plebe. La misma mirada de compasión hacia el traidor...
Ahora es más difícil darle puntapiés o golpearlo, pero no faltan las piedras y las inmundicias. Si las piedras rebotan sobre los yelmos y corazas romanas, las inmundicias no dejan de salpicar y manchar la túnica de Jesús, porque el manto lo dejó en Getsemaní.
Al entrar en el suntuoso palacio de Herodes, ve a Cusa... que no tiene el valor de mirarlo, que se escabulle tapándose la cabeza con el manto.
Están en la sala delante de Herodes. Tras El los escribas y fariseos que sintiéndose a sus anchas entran como acusadores. Sólo un centurión con cuatro soldados escoltan a Jesús ante el Tetrarca.
Este baja de su silla, da vueltas alrededor de Jesús, mientras escucha las acusaciones de sus enemigos. Sonríe y se burla. Luego simula compasión, respeto, lo que -al igual que insultos- no turban a Jesús.
"Eres grande. Lo sé. Te he seguido y me he alegrado de que Cusa sea tu amigo, que Mannaén tu discípulo. Yo.. ocupaciones de estado... Pero ¡qué ganas tenía de decirte que eres grande... de pedirte perdón...! La mirada de Juan... su voz me acusan y no puedo desprenderme de ellas. Eres el santo que quita los pecados del mundo. Absuélveme, Mesías."
Jesús no responde.
"He oído que te acusan de rebelarte contra Roma. Pero ¿no eres la vara prometida que azotará a Assur?"
Jesús no dice nada.
"Me han dicho que has profetizado el fin del Templo y de Jerusalén. ¿No es, acaso, eterno el Templo como espíritu, pues quien lo quiso eterno es?"
Jesús calla.
"¿Estás loco? ¿Has perdido el poder? ¿Te impide hablar Satanás? ¿Te ha abandonado?"
Ahora Herodes se ríe a carcajadas. Luego da una orden. Los siervos corren a traer un perro lebrel que tiene un pata quebrada y que aúlla lastimosamente y a un hombre, que parece más bien aborto, que babea, con la cabeza acuosa, juguete de los demás.
Los escribas y sacerdotes retroceden precipitadamente, diciendo que es un sacrilegio lo que se hace con el perro.
Herodes, falso y burlón, grita: "Es el preferido de Herodías. Se lo dio Roma. Ayer se rompió la pierna y ella llora por él. Manda que se cure. Haz un milagro."
Jesús lo mira con severidad, sin protestar.
"¿Te he ofendido? Entonces cura a este. Es un hombre, no muy diverso de un animal. Dale inteligencia, Tú, Inteligencia del Padre... ¿O no has dicho así?" y ríe sarcásticamente.
Otra mirada severa de Jesús.
"Este hombre es muy abstinente y ahora está atontado con tantos desprecios. Que vengan aquí vino y mujeres. Desatadlo."
Lo desatan. Mientras numerosos siervos traen jarras, copas, entran las bailarinas... que no llevan casi nada encima: un cendal multicolor de lino cubre sus carnes de la cintura a la rodilla. Ninguna otra tela. Bronceadas cual africanas, ligeras cual jóvenes gacelas, dan principio a una danza silenciosa y lasciva.
Jesús rechaza la copa que le presentan y cierra sus ojos sin hablar. La corte de Herodes se ríe del gesto de Jesús.
"Toma la que quieras. ¡Vive! ¡Aprende a vivir!..." insinúa Herodes.
Jesús parece una estatua. Cruzado los brazos, los ojos cerrados, inmóvil aun cuando las bailarinas lo tocan con sus desnudos cuerpos.
"Basta. Te he tratado como a Dios, y no te has comportado como tal. Te he tratado como a hombre y tampoco. Eres un loco. Traed un vestido blanco. Ponédselo para que Poncio Pilatos sepa que el Tetrarca ha tratado a su súbdito como a un loco. Centurión: dirás al Procónsul que Herodes le presenta sus respetos y venera a Roma. Idos."
Jesús, nuevamente atado, sale llevando sobre su vestido rojo de lana la túnica blanca que le llega a las rodillas.
REGRESAN AL PALACIO DE PILATOS
Ahora, cuando la centuria trata de abrirse paso a duras penas por entre la multitud que no se ha cansado de esperar ante el palacio proconsular -y es raro ver tanta gente en ese lugar y en las cercanías, entre tanto que en las demás partes de la ciudad no se ve a nadie- Jesús descubre en grupo a los pastores. Están todos, esto es, Isaac, Jonatás, Leví, José, Elías, Matías, Juan, Simeón, Benjamín y Daniel, a quienes se ha unido un grupo reducido de galileos entre los que reconozco a Alfeo y a José de Alfeo, con otros dos que no sé quienes sean, pero que por su compostura deben ser judíos. Más adentro del vestíbulo, semiescondido detrás de una columna, veo a Juan junto a un romano que debe ser un siervo. Sonríe a éste o a aquellos... sus amigos... pero, ¿qué son éstos pocos, y qué son Juana, Mannaén, Cusa en medio de un océano de odio que hierve?...
El centurión saluda a Poncio Pilatos y le da parte.
"¿Aquí de nuevo? ¡Oooh, maldita raza! Que se acerque la plebe y traed aquí al Acusado.¡Vamos, qué fastidio!"
Se dirige a la turba, pero quedándose siempre a mitad del vestíbulo.
"Hebreos: escuchad. Me habéis traído a este hombre como a un alborotapueblos. Lo he examinado ante vosotros y no he encontrado en El ninguno de los delitos de que lo acusáis. Tampoco Herodes ha encontrado algo, y por eso lo remitió. No merece la muerte. Roma ha hablado. Pero, para no descontentaros privándoos de vuestra diversión, os daré en cambio a Barrabás. A El haré que le den cuarenta azotes. ¡Y basta!"
"¡No, no! ¡No Barrabás! ¡No Barrabás! ¡A Jesús la muerte! ¡Y muerte horrible! Déjanos a Barrabás y condena al Nazareno."
"Pero tened en cuenta que dije: fustigación. ¿No basta? Haré entonces que lo flagelen. Es algo atroz, ¿no lo sabéis? Puede morir con ella. ¿Qué mal ha hecho? No encuentro ninguna culpa en El. Lo libertaré."
"¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! ¡A la muerte! ¡Eres un protector de criminales! ¡Pagano! ¡También tú eres Satanás!"
La plebe se agita. La primera línea de soldados ondea con el golpe, sin poder usar las astas, pero la segunda fila, baja del segundo peldaño, usa las lanzas y ayuda a sus compañeros.
PILATOS ORDENA QUE SE FLAGELE A JESÚS
"Que se le flagele" ordena Pilatos a un centurión.
"¿Cuánto?"
"Cuanto te parezca... No hay mas que hacer. Yo estoy aburrido. Ve."
Cuatro soldados llevan a Jesús al patio, más allá del atrio. En medio de él, que está empedrado, hay una columna alta semejante a la del portal. A unos tres metros del suelo tiene una varilla de hierro sobresaliente por lo menos un metro, que termina en una argolla. Amarran a Jesús a ella con las manos juntas sobre la cabeza, después que le hicieron que se despojase de los vestidos. Se queda sólo con los calzoncillos cortos de lino y las sandalias. Las manos que tiene atadas a la muñeca se las amarran a la argolla, de modo que aun cuando es alto, apenas si toca el suelo con la punta de los pies. Esta posición debe ser en sí ya dolorosa.
Detrás de Jesús se sitúa uno que tiene el perfil de verdugo judío, ante otro del mismo talante. Tienen en sus armas un azote de siete correas unidas a un mango, y que terminan con bolas de plomo. Como si se tratase de un ejercicio, azotan rítmicamente. Uno por delante, otro por detrás, de modo que el tronco de Jesús se ve apretado de estos instrumentos de dolor. Los cuatro soldados, a quienes se había entregado el Prisionero, sin preocuparse mayormente del asunto, se han puesto a jugar a los dados con otros que acaban de llega.
Las voces de los jugadores se mezclan con el golpe de los flagelos que silban como reptiles; y luego, como piedras echadas sobre la piel tensa de un tambor, azotando el grácil cuerpo de color de marfil viejo, que al principio toma el color vivo de una rosa, luego el de violeta, después el rojinegro, para terminar rompiéndose y arroyando sangre por todas partes. Aunque sus golpes los dirigen sobre todo al tórax y abdomen, no dejan de dar unos en las piernas y brazos y hasta en la cabeza, para que no quede miembro alguno sin dolor.
Ni siquiera un lamento... Si la cuerda no lo sostuviera, caería al suelo. Pero no cae, ni gime. Sólo la cabeza, como si estuviera desmayado, le cae sobre el pecho entre golpe y golpe.
"¡Eh! ¡Deteneos! ¡Que lo matáis!" grita a son de burla un soldado.
Los dos verdugos se detienen, y se secan el sudor.
"No podemos más" dicen. "Pagadnos, que nos vamos a secar la sed con un vaso..."
"¡A la horca os mandaría! Tened..." Un decurión alarga una moneda grande a cada uno de esos verdugos.
"Lo habéis hecho bien. Parece un mosaico. Tito, dinos, ¿era este a quien amaba realmente Alejandro? Le daremos la noticia para que se ponga de luto. Desatémoslo un poco."
Lo desatan y Jesús cae al suelo como muerto. Lo dejan así, De cuando en cuando lo mueven con el pie para cerciorarse de si se lamenta.
Pero Jesús no gime.
"¿Acaso habrá muerto? ¿Posible? Es joven y robusto. Me han dicho... y parece una delicada doncella."
"Déjenmelo a mí" dice un soldado. Lo sienta contra la columna. Donde antes había estado tirado, se ven los grumos de sangre... Va a una fuentecilla que canta bajo el portal, llena de agua una herrada (cubo de madera con aros de hierro y más ancho por la base que por la boca) y se la echa encima. " ¡Así! A las flores les gusta el agua."
Jesús suspira profundamente, trata de levantarse, pero sigue con los ojos cerrados.
"¡Oye, precioso! ¡Que te espera alguien!..."
Inútilmente Jesús apoya sus puños cerrados para poder levantarse.
"¡Oye, rápido! ¿Te sientes débil? Esto te ayudará" dice burlonamente un soldado y con el asta de su lanza le da un golpe sobre el rostro entre la mejilla derecha y la nariz, que al punto empieza a sangrar.
Jesús abre los ojos, mira a su alrededor. Una mirada perdida... Ve al soldado que le pegó, se seca la sangre con la mano, y con un gran esfuerzo, se pone de pie.
"Vístete. ¡Es una indecencia estar así! ¡Impúdico!" Todos se echan a reír.
Jesús obedece sin decir una palabra. Cuando se agacha -y bien sabe lo que sufre al inclinarse, por las heridas que tiene, pues al moverse su piel se abre y la sangre vuelve a brotar- un soldado da una patada a sus vestidos y los dispersa cada vez que Jesús quiere alcanzarlos, balanceándose penosamente; otro soldado los arroja al lado contrario.
Jesús logra al fin, sin decir una sola palabra, tomar sus vestidos, mientras que los soldados se burlan de El pronunciando obscenidades. Se pone la túnica blanca, que está limpia y que habían puesto en un rincón. Parece como si quisiera ocultar su pobre vestido rojo, que ayer era tan hermoso y ahora está manchado de suciedad y de sangre que le cayó en Getsemaní. Antes de ponerse la túnica corta, se seca y limpia con ella el rostro sucio de sangre, polvo y escupitajos. Una vez el rostro limpio, se compone los cabellos descompuestos, la barba, llevado de un instinto natural de limpieza y orden en su persona.
Luego se acerca para que le de el sol, pues tiembla... La fiebre ha empezado a apoderarse de El, debido a la pérdida de sangre, del ayuno, de la larga caminata.
Después de ser Jesús flagelado,
es coronado de espinas
Nuevamente le atan las manos. La cuerda vuelve a cortarle por donde hay rozaduras anteriores.
ª¿Y ahora? ¿Qué vamos a hacer? ¡De mi parte, me fastidio!"
"Espera. Los judíos quieren un rey. Se lo daremos. Aquello que está allí..." dice un soldado.
Corre afuera, más allá del patio, regresa con un manojo de ramas de zarza, todavía flexibles porque es primavera, pero con las espinas largas y puntiagudas. Con la daga quita las hojas y florecillas, las doblan de modo que tomen la forma de corona y las meten sobre la cabeza. La corona es muy grande y se le mete hasta el cuello.
"No le queda. Debe ser más estrecha. Quítasela."
Al quitársela, le rasgan las mejillas, con peligro de hacerlo ciego, pero sí le arrancan cabellos. La estrechan, pero lo han hecho demasiado, y aunque se la aprietan, no le cabe. De nuevo se la quitan arrancándole cabellos. Ahora está bien. Por delante hay un hilera triple de espinas, por detrás, donde se unen las puntas de las ramas, hay un nudo real de espinas que penetran en la nuca.
"¡Ahora estás mejor! Un bronce natural y rubíes. Mírate, rey, en mi coraza" le dice en son de befa el soldado que inventó este suplicio.
"La corona no basta para representar a un rey, es menester la púrpura y el cetro. En el establo hay una caña y en la alcantarilla una clámide roja. Ve a traerlas, Cornelio."
Este las trae. Le echan encima la sucia clámide roja, pero antes de ponerle entre las manos la caña, le golpean la cabeza, lo saludan diciéndole: "Ave, rey de los judíos" y se mueren de risa.
Jesús no se opone a nada. Permite que se le siente en el "trono", un artesón boca abajo, que usarán para dar de beber a los caballos. Deja que se le golpee, se le burle, sin decir una sola palabra. Tan sólo los mira... una mirada única de dulzura y de dolor tan atroz que no puedo sostenerlo sin sentirme herida en el corazón.
ordena que lleven ante Poncio Pilatos al reo.
Los soldados suspenden sus burlas al oír la voz de alguien que los ordena que lleven ante Poncio Pilatos al reo.
Pero reo ¿de que cosa?
Se lleva a Jesús al atrio donde el sol alumbra con todos sus rayos. Todavía lleva la corona, la clámide y la caña.
"Adelante, para que te muestre al pueblo."
Jesús, pese a sentirse débil, se yergue dignamente. ¡Vaya si parece un rey!
"Escuchad, hebreos. Aquí está El. Lo he mandado castigar. Ahora permitid que lo deje libre."
Sacadlo afuera. ¡Pero tened cuidado de que no le echen mano!"
Y mientras Jesús entra al vestíbulo, y aparece en medio de los soldados, Poncio Pilatos lo señala con la mano diciendo: "Ahí lo tenéis. Ahí tenéis a vuestro rey. ¿No basta todavía?"
Es un día bochornoso. El sol cae directamente sobre todos, pues estamos ya entre tercia y sexta. Al ver y al oír las voces de los que gritan, se pregunta uno: ¿son voces humanas? No. Son caras de hienas rabiosas. Gritan, enseñan sus puños, piden que se le mande a la muerte.
Jesús sigue de pie, erguido. Y le digo que nunca habría resaltado esta nobleza como ahora. Ni siquiera cuando hacía milagros. Una nobleza dolorosa, pero en tal forma divina que bastaría verla, para señalarlo como a Dios. Pero, para llegar a esto, tendría uno que ser "hombre", y Jerusalén este día no tiene hombres. Sólo demonios.
Jesús tiende su mirada sobre la turba, busca, encuentra, en medio de este mar de caras que lo odian, las de amigos. ¿Cuántos? Menos de veinte entre un millar de enemigos... Inclina su cabeza abatido ante tal abandono. Le cae una lágrima... luego otra... después la siguiente.... Ante su llanto no hay compasión, sino solo odio.
Se le lleva al atrio.
"¡Bueno! Dejad que se vaya. Es un acto de justicia."
"No. A la muerte. Crucifícalo."
PREFIEREN LLEVAR A LA MUERTE A JESÚS
QUE A BARRABÁS
"Os entrego a Barrabás."
"No. ¡El Mesías!"
"Si es así, tomadlo vosotros. Y crucificadlo. Yo no encuentro ninguna culpa en El."
"Dijo que es el Hijo de Dios. Nuestra ley castiga con la muerte al reo de semejante blasfemia."
Pilatos se queda pensativo. Vuelve a entrar. Se sienta sobre su silla. Se pone una mano en la frente, y el codo sobre la rodilla. Mira atentamente a Jesús.
"Acércate" ordena.
Jesús se acerca hasta la tarima.
"¿Es verdad? Respóndeme."
Jesús guarda silencio.
"¿De dónde has venido? ¿Qué es Dios?"
"El Todo."
"¿Y luego? ¿Qué quieres decir con el Todo? ¿Qué cosa es el Todo para quien muere? Estás loco... Dios no existe. Yo lo soy."
Jesús no replica. Ha pronunciado su palabra salvadora, y se encierra en su silencio.
"Poncio: la liberta de Claudia Prócula te pide permiso de entrar. Trae un recado para ti."
"¡Oh Señor, ahora las mujeres! Que venga."
Entra una romana. Se arrodilla. Le presenta una tablilla encerada. Debe ser en la que Claudia pide a su marido que no condene a Jesús. La mujer se retira de espaldas, entre tanto Pilatos lee.
"Se me aconseja que evite tu muerte. ¿Es verdad que eres más que un arúspice? Me infunde miedo."
Jesús no contesta.
"¿Pero no sabes que tengo poder para dejarte libre o para mandarte a la crucifixión?"
"No tendrías ningún poder, si no se te hubiese concedido de lo alto. Por esto quien me ha puesto en tus manos es más culpable que tú."
"¿Quién es? ¿Tu Dios? Tengo miedo..."
Jesús no responde.
Pilatos está sobre las brasas. Quisiera y no quisiera. Teme el castigo de Dios, teme el de Roma, el de los vengativos judíos. Por un momento gana el temor de Dios. Se adelanta y grita: "No es culpable."
"Si lo proclamas eres enemigo de César. Quien se hace rey es enemigo suyo. Tú quieres libertar al Nazareno. Se lo notificaremos a César."
Pilatos se encuentra presa del temor humano.
"En una palabra, ¿queréis que le mate o no? Que se haga. Pero que la sangre de este justo no se le busque en mis manos." Hace que le traigan una jofaina. Se lava las manos ante el pueblo que parece poseído de frenesí. Grita: "Que se le encuentre en las nuestras. Que caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos. No le tenemos miedo. ¡A la cruz! ¡A la cruz!"
Poncio Pilatos regresa a su silla, llama al centurión Longinos y a un esclavo. El esclavo le trae una tablilla sobre la que pone un anuncio sobre el que ordena que se escriba: "Jesús Nazareno, Rey de los judíos". Lo muestra al pueblo.
"No. No así. No rey de los judíos. Sino que dijo que sería rey de los judíos" gritan muchos.
"Lo que escribí, escrito queda" responde secamente Pilatos. Y de pie, extiende su mano con la palma vuelta hacia y ordena: "Que vaya a la cruz. Soldado, ve. Prepara la cruz." ( ¡Ibis ad crucem! I, miles, expedi crucem). Y baja sin voltearse siquiera ni a la gente que mete confusión, ni al Hombre que ha condenado. Sale del atrio.
Jesús se queda en medio de él, bajo la custodia de los soldados, en espera de la cruz.
XI. 508-529
A. M. D. G.