DEL PRETORIO AL CALVARIO
#Longinos ofrece a Jesús una copa de vino y después agua con miel
#Llegan los dos ladrones, rodeados cada uno de una decuria.
#Empieza la subida del Calvario.
#Después viene el dolor de la tercera y completa caída.
#Llega en el momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre , grita: "¡Mamá!"
#María no puede besar a su Hijo... Sólo ambos corazones angustiados se besan.
#Mientras esto sucede, descubro a las Marías.
#Los encargados de la ejecución preparan sus instrumentos, limpian bien los hoyos.
Pasa así el tiempo, no más de media hora, tal vez hasta menos. Luego Longinos, encargado de presidir la ejecución, da sus órdenes.
Longinos le ofrece a Jesús una copa de vino
y después agua con miel
Antes de que Jesús sea sacado fuera, a la calle, para recibir la cruz y ponerse en camino, Longinos, que lo ha mirado dos o tres veces, con una curiosidad bañada en cierta compasión y con la experiencia de alguien que conoce ciertas cosas, se acerca a Jesús con un soldado y le ofrece algo: parece una copa de vino. Digo, porque saca el líquido de color rubio-rojizo-claro de una cantimplora militar. "Te hará bien. Has de tener sed. Afuera hace sol. El camino es largo."
Jesús responde: "Dios te pague tu compasión. Pero no te prives de ello."
"Yo soy sano y fuerte... Tú... No me privo... Y luego... lo haría gustoso, con tal de darte algún consuelo... Un sorbo... para mostrarme que no odias a los paganos."
Jesús no rehúsa más y da un sorbo. Como tiene las manos desligadas, pues no tiene ni la caña ni la clámide, lo hace por Sí mismo. No bebe más, pese a que la bebida está fresca y es buena, que le ayuda para la fiebre que se nota ya en las estrías rojizas de sus pálidas mejillas y en sus labios secos, y agrietados.
Toma, toma. Es agua con miel. Ayuda. Quita la sed... Me das compasión... de veras. No eres el hebreo a quien se debía matar... ¡Bueno! No te odio... y procuraré hacerte sufrir lo menos posible."
Jesús no bebe más... Tiene realmente sed... La sed de los desangrados y calenturientos. Sabe que no es una bebida narcotizada, y de buena gana bebería. Pero no quiere sufrir menos. Lo comprendo, como comprendo por una luz interior que, más que el agua con miel, lo consuela la compasión del romano.
"Dios te pague este consuelo con bendiciones" añade. Y trata de sonreírle... con su boca hinchada, herida, que dolorosamente se cierra, porque entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando sin cesar la parte donde recibió el palo que le dieron en el patio interior después de la flagelación.
Llegan los dos ladrones, rodeados cada uno
de una decuria.
Llegan los dos ladrones, rodeados cada uno de una decuria. Es la hora de ponerse en marcha. Longinos da sus últimas órdenes.
Una centuria se forma en dos filas distantes una de la otra, unos tres metros. Avanza hacia la plaza en que otra centuria formando cuadro se ha colocado para rechazar a la gente que pueda estorbar el cortejo. En la plazuela hay soldados a caballo: una decuria a cuyo frente va un joven graduado llevando las insignias. Un soldado de infantería tiene de las riendas el caballo morcillo del centurión. Longinos sube y se dirige a su lugar, unos dos metros delante de los once a caballo.
Traen las cruces. Las de los dos ladrones
son más cortas. La de Jesús muy larga.
Antes de poner la cruz sobre Jesús le cuelgan al
cuello la tablilla, en que se lee: "Jesús Nazareno,
rey de los judíos.
Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas. La de Jesús muy larga. Estoy segura que el palo travesaño mide sus cuatro metros.Veo que la traen ya formada.
Antes de poner la cruz sobre Jesús le cuelgan al cuello la tablilla, en que se lee: "Jesús Nazareno, rey de los judíos. El lazo, con que va amarrada, pega contra la corona que se mueve, rasga la piel y penetra en lugares diversos causando nuevos dolores y haciendo que brote más sangre. La gente, sádica, se ríe de gusto, insulta, blasfema.
Todo está pronto. Longinos da la orden de ponerse en marcha. "Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno. Las otras siete forman ala y refuerzo. El soldado que haga herir a muerte a los condenados será responsable de ello."
Jesús baja los tres peldaños que llevan del vestíbulo a la plaza. Al punto se ve que Jesús está muy débil. Vacila al bajar los tres peldaños, estorbado por la cruz, que le oprime la espalda llagada, por la tablilla escrita que se balancea hacia delante y le corta el cuello, por las diferentes posiciones que toma la cruz al moverse Jesús para bajar los escalones y por lo áspero del suelo.
Los judíos se ríen al ver que, cual ebrio, bambolea. Gritan a los soldados. "Pegadle. Hacedlo caer. ¡Al polvo el blasfemo!"
Los soldados cumplen sólo con lo que deben, esto es, ordenan a Jesús a que se meta en la mitad del camino y que avance. Longinos espolea su caballo, y el cortejo se pone en marcha lentamente.
Longinos quisiera hacerlo más rápido, tomando el camino más breve que lleva al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia de Jesús. Pero la canalla de judíos, y ya es mucho darle este nombre, no es de igual parecer. Los que han sido más astutos, se han adelantado hasta el cruce donde la calle se bifurca en dos, una que lleva a las murallas y la otra a la ciudad, y meten confusión, aullando, cuando ven que Longinos quiere tomar la de la muralla. "¡No puedes hacerlo! ¡No puedes hacerlo! ¡Es ilegal! La ley dice que los condenados deben ser vistos por la ciudad donde pecaron." Los judíos que vienen detrás del cortejo comprenden que se quiere privarles de un derecho, y unen su gritería a la de los otros.
Por amor de la tranquilidad Longinos da vuelta por la calle que va a la ciudad y avanza un poco, pero hace señal a un decurión de que se le acerque (digo decurión porque es un graduado, tal vez sea uno de los que nosotros llamaríamos oficial de ordenanzas), le da órdenes en voz baja. El oficial regresa rápido, transmite la orden a cada jefe de decuria, luego regresa a donde Longinos, y da cuenta de lo hecho. De nuevo ocupa su lugar de antes, que está en la fila que sigue a Longinos. Jesús camina jadeando. Cada hoyo de la calle es una trampa para su pie vacilante y un tormento para sus espaldas llagadas, para su cabeza coronada de espinas, sobre la que cae un sol demasiado caliente, que de vez en vez se esconde tras un montón de nubes plomizas. Pero aun así, no deja de quemar. Jesús está congestionado por la fatiga, la fiebre, el calor. Me imagino que la luz y los gritos le harán sufrir. Si no puede taparse los oídos para no oír los gritos descompuestos, cierra un poco sus ojos para ver el camino abrasado por los rayos del sol... Pero tiene que abrirlos porque tropieza con piedras y hoyos. Cada tropiezo le causa dolor porque la cruz se mueve bruscamente y penetra la corona. La llaga de la espalda se hace cada vez mayor y el dolor aumenta.
Los judíos no pueden pegarle ya directamente, pero de vez en vez le llega alguna pedrada o algún palo. Las pedradas sobre todo en las plazuelas llenas de gente. Los palos en las vueltas, por las callejuelas que suben y bajan con escalones de uno, tres, o más. En esos lugares, forzosamente el cortejo avanza despacio y no falta quien, desafiando las lanzas romanas, trate de herir a Jesús.
Los soldados lo defienden como pueden; pero al hacerlo lo golpean, le pegan porque las astas largas de las lanzas, que blanden al aire, le alcanzan y lo hacen tropezar. Llegados a un determinado punto, los soldados hacen una maniobra impecable y, pese a los gritos y amenazas, el cortejo toma bruscamente por una calle que lleva derecha a los muros, de bajada, una calle que acorta con mucho el camino hacia el lugar del suplicio.
Jesús jadea mucho más. El sudor le baña el rostro con la sangre que le brota de las heridas causadas por la corona de espinas. El polvo se le adhiere al rostro sudado y lo mancha con huellas extrañas, porque todavía sopla el viento, con rachas a intervalos, que arrastran consigo inmundicias que pegan en los ojos y en las gargantas.
En la puerta Judiciaria se ha agolpado mucha gente. Los que previeron que por ahí pasaría el cortejo, han escogido un buen lugar para ver. Un poco antes de llegar allí, Jesús da muestras claras de caer. La intervención pronta de un soldado, sobre el que Jesús caería, impide que caiga en tierra. la gentuza a carcajadas grita: "¡Déjalo! A todos decía: "Levántate". Que se levante El ahora..."
Más allá de la puerta hay un arroyuelo con su puente. Otra fatiga para Jesús al caminar sobre esas vigas malamente unidas, sobre las que rebota con mayor fuerza la cruz. Y una nueva ocasión para que los judíos puedan arrojar sus proyectiles. Las piedras del arroyuelo vuelan por el aire y golpean a Jesús...
Empieza la subida del Calvario.
Se topa con una piedra saliente y, como va muy
agotado, tropieza con ella, cae sobre
la rodilla derecha, pero logra levantarse
con la mano izquierda.
Empieza la subida del Calvario. Un camino desnudo, sin una pizca de sombra, empedrado con piedras separadas, y que directamente empieza a subir.
Jesús sufre horriblemente al subir, llevando consigo el peso considerable de la cruz.
Se topa con una piedra saliente y, como va muy agotado, tropieza con ella, cae sobre la rodilla derecha, pero logra levantarse con la mano izquierda. La plebe grita de alegría... Vuelve a levantarse. Avanza. Siempre más inclinado y jadeante, congestionado, calenturiento...
La tablilla que lleva delante le estorba la vista. El vestido, al caminar más encorvado, le impide andar. Nuevamente tropieza y va a caer de rodillas hiriéndose de nuevo, donde ya antes se había herido. La cruz, que se le escapa de las manos, cae, golpeándolo duramente en la espalda. Lo obliga a agacharse para levantarla, y ponérsela de nuevo sobre la espalda. Al hacer esto, se ve claramente la llaga que la cruz le ha formado con el roce, y que ha abierto las muchas llagas que le produjeron los azotes, y que han formado una sola, de la que brota suero y sangre, de modo que la túnica blanca está completamente manchada en esa zona. La gentuza hasta aplaude de alegría al verlo caer de ese modo tan miserable...
Longinos grita que se den prisa. Los soldados, con golpes dados con sus dagas, dicen al pobre Jesús a que siga. Y de nuevo empieza el camino con una lentitud mayor que antes, pese a toda clase de solicitaciones.
Jesús parece como si estuviera ebrio. Pega contra esta, contra aquélla hilera de soldados, aunque la calle es ancha. La gente lo ve y grita: "Se le ha subido a la cabeza su doctrina. ¡Mira, mira cómo tropieza!" Otros, que no son el pueblo, sino sacerdotes y escribas, maliciosamente se ríen: "No. Son los banquetes en casa de Lázaro que todavía le hacen efecto. ¿Eran sabrosos? Ahora como nuestra comida..." y palabras semejantes.
Longinos, que de vez en vez se vuelve, se compadece de Jesús y ordena que se detengan todos por algunos minutos. Lo insulta tanto la plebe, al ver las lanzas que brillan y que amenazan, se retira, aullando y huyendo por acá y por allá del monte.
Aquí es donde vuelvo a ver entre los pocos
que se han quedado detrás de unas ruinas,
el grupo de los pastores. Acongojados,
desconcertados, polvorientos, llaman
con la fuerza de su mirada a la de su maestro.
Y el vuelve su cabeza, los ve... los mira
detenidamente como si fueron caras de ángeles;
parece calmar su sed y tomar fuerza con sus
lágrimas.
Aquí es donde vuelvo a ver entre los pocos que se han quedado detrás de unas ruinas, tal vez de un muro derrumbado, el grupo de los pastores. Acongojados, desconcertados, polvorientos, llaman con la fuerza de su mirada a la de su maestro. Y el vuelve su cabeza, los ve... los mira detenidamente como si fueron caras de ángeles; parece calmar su sed y tomar fuerza con sus lágrimas. Sonríe... Se da la orden de volver a caminar. Jesús pasa ante ellos, y hasta sus oídos llegan sus gemidos. Fatigosamente dobla su cabeza bajo el yugo de la cruz y nuevamente sonríe...
Sus consuelos... diez caras... una parada bajo el sol abrasador...
Después viene el dolor de la tercera y completa
caída. Esta vez no es porque haya tropezado,
sino que de pronto perdió las fuerzas,
por un síncope. Cae cuan largo es,
pegando su rostro contra las baldosas
mal unidas, y sigue así en el polvo bajo la cruz
que se le dobla por encima.
Después viene el dolor de la tercera y completa caída. Esta vez no es porque haya tropezado, sino que de pronto perdió las fuerzas, por un síncope. Cae cuan largo es, pegando su rostro contra las baldosas mal unidas, y sigue así en el polvo bajo la cruz que se le dobla por encima. Los soldados tratan de levantarlo, pero como parece que está muerto, van avisar al centurión. Mientras van y vienen, Jesús vuelve en sí; y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los que uno ha levantado la cruz, y del otro que le ayuda a ponerse en pie, se coloca en su lugar, pero está completamente agotado.
"'¡Procurad que no muera sino en la cruz!" grita la gentuza.
"Si lo hacéis morir antes, responderéis ante el procónsul, tenedlo muy en cuenta. El reo debe llegar vivo al suplicio" dicen los principales de los escribas a los soldados.
Longinos piensa, como los judíos, que Jesús puede morir en el camino y quiere evitarse dificultades. Sin necesidad de que alguien se lo diga, conoce su deber de jefe de la ejecución, y provee, pero de un modo que desorienta a los judíos que se han adelantado por el camino al que se unen todos los otros del monte. Sudorosos, arañados por los matorrales espinosos del monte desierto y abrasador, dan con las ruinas que estorban el camino, como si fuese un lugar despejado para Jerusalén, sin preocuparse de otra cosa más que la de no perderse de un jadeo de Jesús, de una mirada de dolor, de un gesto involuntario de sufrimiento, y sin otro miedo que no sea de no estar en un buen lugar para ver. Longinos, pues, da la orden de emprender el largo camino que sube en espiral por el monte y que es menos escarpado.
Me parece que este sendero, porque es muy frecuentado, es menos pesado. El cruce de un camino con el otro ocurre a una cierta mitad del monte, pero veo que, más arriba, el sendero es cruzado cuatro veces por el menos escarpado y más largo. Por este camino se divisan personas que suben, pero que no toman parte de la indigna gritería de los enemigos entrañables de Jesús que le siguen para gozarse con verle sufrir. Son en su mayoría mujeres que lloran bajo sus velos, alguno que otro grupillo de hombres, raro en verdad, que más adelante que las mujeres está para desaparecer del camino, al dar la vuelta al monte. En este punto el Calvario tiene una especie de punta en su grotesca estructura en forma de trompa de una parte mientras que de la otra se hunde.
Los hombres desaparecen tras de la punta rocosa y los pierdo de vista.
La gente que seguía a Jesús aúlla de rabia. ¡Qué contenta se pondría si viera a Jesús caer! Escupen contra El y contra quienes lo llevan palabras obscenas. Unos siguen el cortejo; otros rápidamente toman por el camino escabroso, para escoger un buen lugar en cambio de su deseo insatisfecho.
Las mujeres, que van llorando, vuelven al oír los gritos, y ven que el cortejo sigue en aquélla dirección. Se detienen. Se pegan al monte por temor de que los judíos las echen abajo. Se bajan más el velo. Hay una que lo trae como si fuese una musulmana. Deja tan sólo libres sus negrísimos ojos. Las mujeres vienen vestidas muy ricamente y traen por defensa suya a un viejo robusto, que no puedo saber quién sea, porque viene completamente envuelto en su manto. Veo sólo su larga barba, más blanca que negra, que se asoma por el manto de color muy oscuro.
Cuando Jesús llega a donde están, lloran más fuertemente y se inclinan profundamente en señal de saludo. Luego, valerosamente, avanzan. Los soldados quieren hacerlas a un lado con sus astas, pero la que viene cubierta como musulmana por un momento se levanta el velo, el alférez que había llegado a caballo para saber porque se había detenido la marcha la ve, y da órdenes de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara, ni su vestido, porque cuando se levantó el velo lo hizo con una rapidez sorprendente y su vestidura la oculta un largo y pesado manto que le llega hasta tierra, cerrado por una serie de brocamantones. Al sacar su mano para levantarse el velo, veo que es blanca y hermosa. Fuera de esto y de los negrísimos ojos no veo más de esta alta matrona, que debe de ser influyente, pues el alférez le obedece al punto.
Se arrodillan a sus pies, mientras El se detiene
jadeante... encuentra el modo de sonreírles
y al hombre que las acompaña, el cual se descubre
la cara y veo que es Jonatás.
Una es Juana de Cusa.
Tiene en su mano una jarra de plata y la
ofrece a Jesús, que no la acepta.
Se acercan a Jesús llorando. Se arrodillan a sus pies, mientras El se detiene jadeante... y, sin embargo, encuentra el modo de sonreírles y al hombre que las acompaña, el cual se descubre la cara y veo que es Jonatás. Los guardias no lo dejan pasar, sino solo a las mujeres. Una es Juana de Cusa. Está más deshecha de cuando agonizaba. En su cara blanca como la nieve no se ve otro color fuera de las huellas de su llanto. Sus negros ojos han cobrado el color de un violado oscurísimo, como el de ciertas flores. Tiene en su mano una jarra de plata y la ofrece a Jesús, que no la acepta. Por otra parte, jadea tanto que no podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le cae en los ojos que corre por las mejillas amoratadas y el cuello en que se ven las venas hinchadas por el esfuerzo del corazón, hasta que le empapa todo el pecho.
Otra mujer, que trae consigo a una joven criada
con un pequeño cofre, lo abre, y saca
un lino finísimo, cuadrado, lo ofrece
al Redentor, que lo toma. Jesús oprime
el fresco lino sobre su pobre rostro,
se lo tiene así como si encontrase
un gran consuelo. Devuelve el lino y dice:
"Gracias Juana, Gracias Nique,...Sara,... Marcela,...
Elisa,...Lidia,... Ana,... Valeria,...
y tú... Pero no lloréis, por Mí... hijas de Jerusalén...
sino por los pecados... los vuestros, y por los de
ellos... de vuestra ciudad...
Otra mujer, que trae consigo a una joven criada con un pequeño cofre, lo abre, y saca un lino finísimo, cuadrado, lo ofrece al Redentor, que lo toma. Y como no puede hacerlo con una sola mano, la compasiva mujer le ayuda, procurando no moverle la corona. Jesús oprime el fresco lino sobre su pobre rostro, se lo tiene así como si encontrase un gran consuelo. Devuelve el lino y dice: "Gracias Juana, Gracias Nique,...Sara,... Marcela,... Elisa,...Lidia,... Ana,... Valeria,... y tú... Pero no lloréis, por Mí... hijas de Jerusalén... sino por los pecados... los vuestros, y por los de ellos... de vuestra ciudad... Bendice... Juana... de no tener... más hijos... Mira... es piedad de Dios... no... no tener hijos.. para que... no sufran esto... Y también... tu, Isabel... mejor... como fue... que entre los deicidas... Y vosotras... madres... llorad por vuestros hijos... porque... esta hora no pasará... sin castigo. Y qué castigo, si así es para... el Inocente... Lloraréis... de haber concebido... amamantado y de... tener todavía vivos... los hijos... Las madres de aquella hora... llorarán porque... en verdad os digo... que será afortunado... quien en ese entonces... caigue bajo los escombros... Os bendigo... idos a casa... rogad... por Mi. Adiós, Jonatás... acompáñalas..."
En medio de clamores de llanto y de injurias de los judíos, Jesús emprende de nuevo el camino.
Nuevamente está bañado de sudor. También los soldados y los otros dos que van al suplicio sudan porque el sol de un día que amenaza tempestad cae como fuego, y el monte encandecido aumenta el calor. ¿Que no sentirá Jesús con su vestido de lana, que trae sobre las heridas de los azotes? ¡Puede uno imaginarse y horrorizarse!... Pero no lanza ni un lamento. Pese a que el camino es menos pendiente y no hay esas piedras sueltas, como en el otro, tan peligrosas para sus pies que va arrastrando, Jesús vacila cada vez más, yendo ya contra una, ya contra otra fila de los soldados y siempre más encorvado.
Piensan que podrán ayudarle atándolo con dos cuerdas a la cintura, de manera que así puedan sostenerlo. Lo logran, pero no le quitan el peso. Antes bien las cuerdas, al dar contra la cruz, la mueven continuamente sobre la espalda y mueven también la corona que ha herido la frente de Jesús, que parece un tatuaje sangriento. Además los lazos restriegan la cintura donde hay tantas heridas, que de nuevo abrirán, pues la túnica blanca se pone de color rojo pálido. Por quererlo ayudar, lo hacen sufrir más.
María Está apoyada contra la tierra. De pies,
agotada, jadeante, pálida como un cadáver
con su vestido azul oscuro, casi negro.
Las otras mujeres, María y Marta, hermanas de
Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana
de Caná, la dueña de la casa y otras
que aun no conozco, están en medio del
camino y espían si llega el Salvador.
Al ver que llega Longinos, corren a
donde María a darle la noticia.
Continúa el camino. Da vuelta al monte, hacia el camino empinado. Aquí, están María y Juan. Creo que Juan la trajo a este punto en que hay sombra, detrás del declive del monte, para que descanse un poco. Arriba y abajo, la pendiente se hunde o se levanta muy inclinada. Los judíos no la siguen. Allí hay sombra, porque creo que es el norte, y a María, que está contra el monte, no le da el sol. Está apoyada contra la tierra. De pies, agotada, jadeante, pálida como un cadáver con su vestido azul oscuro, casi negro.
Juan la mira con toda la compasión. También él ha perdido el color de su cara. Es cenizo ahora. Dos ojos cansados y abiertos desmesuradamente. Despeinado. Las mejillas hundidas como si hubiera estado enfermo. Las otras mujeres, María y Marta, hermanas de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa y otras que aun no conozco, están en medio del camino y espían si llega el Salvador. Al ver que llega Longinos, corren a donde María a darle la noticia. María, sostenida del brazo por Juan, se separa, majestuosa en su dolor, de la orilla del monte y valerosamente se pone en medio del camino, haciéndose sólo a un lado al llegar Longinos, que desde lo alto de su caballo morcillo mira la palidez de María y a su rubio acompañante, pálido, de ojos azules como los de Ella. Mueve la cabeza al pasar seguido de sus once a caballo.
María trata de pasar entre los soldados que van a pie, pero como van sudando y tienen prisa, quieren rechazarla con las astas, tanto más cuando del camino empedrado caen piedras en protesta de tanta compasión. Son los judíos que todavía gritan de nuevo por el tiempo que hacen perder las mujeres y dicen: "¡Pronto, pronto! ¡Befadores de nuestra ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Mesías! ¡Lo aman! ¡Eh, cómo lo aman! ¡Os lo regalamos! ¡Metedlo en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo damos! ¡No lo queremos! La carroña a las carroñas! ¡La lepra a los leprosos!".
Longinos pierde la paciencia, espolea su caballo,
seguido de los otros diez lanceros, contra la
canalla que insulta, ve una carreta parada. al
Cirineo Longinos lo mira de arriba abajo.
Piensa que le pueda servir y le ordena:
"¡Oye, ven aquí!"
El Cirineo finge no oír,
dice al Cirineo: "No puede seguir así.
Tú estás fuerte. Toma su cruz
y llévasela hasta la cima."
Longinos pierde la paciencia, espolea su caballo, seguido de los otros diez lanceros, contra la canalla que insulta, y que por segunda vez huye. Cuando hace esto, ve una carreta parada, que había subido sin duda hasta allí de las huertas que hay en las faldas del monte y que está esperando con su carga de verduras a que pase la multitud para ir a la ciudad. Me imagino que la curiosidad influyó un poco en Cirineo y en sus hijos a subir hasta acá, porque no había necesidad de ello. Los dos hijos, recostados en el montón de verduras, miran y se ríen de los judíos que huyen. Su padre, al contrario, un hombre muy robusto como de 45 años de edad, de pies, junto a un asno, que se ha espantado y quiere echar para atrás, mira atentamente el cortejo.
Longinos lo mira de arriba abajo. Piensa que le pueda servir y le ordena: "¡Oye, ven aquí!" Cirineo finge no oír, pero con Longinos nadie juega. Repite la orden en tal forma que Cirineo deja las riendas del borrico a uno de sus hijos y se acerca al centurión.
En ese momento ve que María suplica
a los soldados que la dejen pasar.
Siente compasión y grita: "Dejadla pasar."
"¿Ves a ese hombre?" le pregunta. Y al hacerlo se vuelve para señalar a Jesús. En ese momento ve que María suplica a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión y grita: "Dejadla pasar." Luego dice al Cirineo: "No puede seguir así. Tú estás fuerte. Toma su cruz y llévasela hasta la cima."
"No puedo... tengo el asno... es asustadizo... los muchachos no pueden sujetarlo..."
Longinos le replica: "Ve, si no quieres perder el asno y que se te den veinte azotes."
Cirineo no se opone más. Grita a los muchachos: "Volved a casa y pronto. Decid que no me tardo" y va donde Jesús.
Llega en el momento en que Jesús se vuelve
hacia su Madre , grita: "¡Mamá!"
Llega en el momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre que sólo ve ahora que se acerca, porque como camina tan inclinado y con los ojos casi cerrados, como si estuviese ciego, grita: "¡Mamá!"
Es la primera palabra que manifieste su dolor desde que está sujeto a padecer. En ese grito vive la confesión de todos y cada uno de sus dolores del alma, de su corazón, de su cuerpo. Es el grito agudo y destrozador del niño que muerte solo, entre verdugos, en medio de los peores tormentos... que llega a tener miedo aun de su propio aliento. Es el lamento de un niño que delira, aterrorizado por visiones horrorosas... Busca a su madre para que con su beso fresco calme el ardor de la fiebre, y para que su voz ahuyente los fantasmas, su abrazo haga menos terrible la muerte...
María se lleva la mano al corazón como si hubiese recibido una puñalada; se le ve que levemente vacila, pero se recobra, apresura el paso y mientras con los brazos tendidos hacia su Hijo, grita: "¡Hijo!" Lo dice en tal forma que sólo el que tenga corazón de hiena, no puede menos de sentir dolor.
Hasta los romanos experimentan un sentimiento de compasión... y eso que son hombres acostumbrados a las armas, a la muerte, con cicatrices en sus cuerpos. Las palabras: "¡Mamá!" e ¡Hijo!" son las mismas para todos, menos para los de corazón de hiena. Dondequiera que se digan, hacen nacer sentimientos de profunda compasión...
Cirineo siente lo mismo... Como ve que María no puede abrazar a su Hijo con la cruz y, desconsolada, baja sus brazos extendidos, -en cambio de ello quiere enviarle algo así como una sonrisa de mártir para darle valor, mientras que por entre sus labios corren las lágrimas, y ve que Jesús tuerce su cabeza bajo el yugo de la cruz, buscando poderle decir algo, de enviarle un beso con sus pobres labios heridos, secos, golpeados. Se apresura a levantar la cruz y lo hace con delicadeza de un padre, para no mover la corona o rozar las llagas.
María no puede besar a su Hijo... Sólo ambos
corazones angustiados se besan.
María no puede besar a su Hijo... Aunque levemente lo tocase, sería una tortura. Se abstiene... los sentimientos más santos tienen un pudor profundo. Buscan que se les respete o que se les compadezcan. No que se les burle, ni se les mire con curiosidad. Sólo ambos corazones angustiados se besan.
El cortejo emprende de nuevo la marcha al empuje del pueblo enfurecido y que los separa, haciendo a un lado a la Virgen, contra el monte, expuesta a que se burlen de ella...Ahora detrás de Jesús camina Cirineo con la cruz. El, libre del peso, camina mejor. Jadea fuertemente. Se lleva con frecuencia la mano al corazón, como si tuviese un gran dolor, una herida allí, en la región esterno-cardiaca. Como no trae las manos ligadas, se echa los cabellos, empapados de sangre y sudor, hacia las orejas, para sentir el aire sobre su rostro lívido. Se desata el cordón del cuello, porque le molesta para respirar... Puede caminar un poco mejor.
María se ha hecho a un lado con las mujeres. Sigue el cortejo, una vez que ha pasado; luego, por una vereda, se dirige a la cima del monte, desafiando los insultos de la plebe enfurecida. Como Jesús está ya suelto, el último trozo que faltaba se hace pronto. Ya están cerca de la cima, llena de gente que aúlla.
Longinos se detiene y da orden que todos, sin excepción, se les eche abajo, para que, la cima, lugar de la ejecución, quede libre. La mitad de la centuria cumple sus órdenes empleando sus dagas y astas. Bajo la granizada de golpes y palos, los judíos desalojan la cima. Quieren quedarse en la explanada que hay abajo, pero los que están allí no lo permiten, y se arma entre sí una buena pelea. Parecen todos locos.
el Calvario, en su cima, tiene la forma
de un trapecio irregular. Sobre esta explanada
hay tres agujeros profundos, cubiertos con
ladrillos o pedazos de pizarra. Cerca hay piedras
y tierra para reforzar las cruces.
Otros agujeros se les ha llenado con las piedras.
Como lo había dicho ya desde el año pasado, el Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular. Sobre esta explanada hay tres agujeros profundos, cubiertos con ladrillos o pedazos de pizarra. Cerca hay piedras y tierra para reforzar las cruces. Otros agujeros se les ha llenado con las piedras. Se comprende que según el número de los sentenciados, se abren los hoyos.
Los soldados, que echaron a la gente de la cima, a base de golpes calman la pelea que entre sí han trabado los judíos, y abren paso para que atraviese el cortejo sin dificultad el último trozo de camino. Se quedan en esa posición formando como ala, mientras los tres sentenciados, rodeados de jinetes y protegidos por detrás por la otra media centuria, llegan hasta el punto donde deben detenerse: a los pies de la plataforma natural que es la cima del Gólgota.
Mientras esto sucede, descubro a las Marías.
Un poco detrás de ellas está Juana de Cusa
con otras de las mujeres de antes. No está
la que llamamos Verónica y a la que Jesús
llamó Nique. Veo a Juan, la vieja Elisa, a Ana
Detrás de estas mujeres y de las Marías veo
a José y a Simón de Alfeo, Alfeo de Sara junto
con el grupo de los pastores.
Mientras esto sucede, descubro a las Marías. Un poco detrás de ellas está Juana de Cusa con otras de las mujeres de antes. Las demás regresaron solas, porque Jonatás está aquí, detrás de su patrona. No está la que llamamos Verónica y a la que Jesús llamó Nique. Ni su criada. Tampoco a la que obedecieron los soldados. Veo a Juan, la vieja Elisa, a Ana y dos más que no puedo identificar. Detrás de estas mujeres y de las Marías veo a José y a Simón de Alfeo, Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Lucharon con quienes los querían arrojar insultándolos, pero su fuerza, que duplica el amor y el dolor, los hizo vencer. Han formado un semicírculo libre, contra el que los cobardísimos judíos no se atreven sino lanzar gritos de muerte y enseñarles los puños, pero no más, porque los bastones de los pastores son gruesos, pesados; y la fuerza de sus músculos es mucho mayor de lo que pudieran imaginarse. No creo exagerar. Se necesita verdadero valor para quedarse allí aunque sean pocos, aunque se les tome por galileos o seguidores del Nazareno. Es el único lugar del Calvario donde no se maldice a Jesús.
Los tres lados que bajan a la hondonada sin ninguna escarpadura, están llenos de gente. No se distingue el suelo amarillento. Bajo los rayos del sol, aquella gente da la impresión de un prado florido de corolas de todos colores, ¡tan apretados se ven los capuchos y los mantos! Más allá del arroyo, por el camino, se ve más gente; y también más allá de la muralla. Dígase lo mismo de las terrazas. El resto de la ciudad está desnudo... vacío... silencioso. Toda está aquí. Todo el amor y todo el odio. Todo el silencio que ama y perdona. Toda la gritería que odia y maldice.
Los encargados de la ejecución preparan sus
instrumentos, limpian bien los hoyos.
Los encargados de la ejecución preparan sus instrumentos, limpian bien los hoyos. Los sentenciados esperan en el centro. Los judíos, que se han refugiado en el rincón opuesto a donde están las Marías, las insultan. También a la Madre de Jesús: "¡A muerte los galileos! ¡A la muerte! ¡Galileos, galileos! ¡Malditos! ¡A la muerte el galileo blasfemo! ¡Clavad también en la cruz al seno que lo llevó! ¡Mueren las víboras que paren demonios! ¡A la muerte! ¡Limpiad a Israel de las mujeres que se unen con los machos cabríos!..."
Longinos, que ha bajado del caballo, se voltea y mira a la Virgen... Ordena hacer callar aquélla gritería... La media centuria que estaba a las espaldas de los condenados ataca a la canalla y limpia la plazoleta, mientras los judíos escapan por el monte pisoteándose los unos a los otros. Los demás soldados bajan también del caballo. Uno de ellos toma los once caballos además del centurión y los lleva a la sombra.
El centurión va a la cima. Juana de Cusa se le acerca, lo detiene. Le da la jarra y una bolsa. Luego vuelve al ángulo del monte con las otras.
Arriba todo está pronto. Se hace subir a los sentenciados, Jesús pasa otra vez cerca de su Madre que lanza un gemido, que Ella misma trata se sofocar, llevándose el manto a la boca. Los judíos lo ven y se carcajean.
Juan, el manso Juan, que, con un brazo sostiene a María, se vuelve con una mirada feroz. Le brillan los ojos. Creo que si no hubiera tenido que velar por las mujeres, tomaría a uno de esos cobardes por la garganta.
Apenas los sentenciados están sobre el cadalso, los soldados rodean la plazuela por los tres lados. No queda vacío sino el que está escarpado.
El centurión ordena a Cirineo que se vaya, el no quiere, no por sadismo, sino por amor. Se queda junto a los galileos condividiendo con ellos los insultos que la canalla lanza contra estos extenuados fieles de Jesús.
Los dos ladrones echan al suelo sus cruces en medio de maldiciones. Jesús guarda silencio.
El camino doloroso ha terminado.
XI. 557-569
A. M. D. G.