LA CRUCIFIXIÓN
#El centurión presenta a Jesús la jarra para que beba vino con mirra,
#Los verdugos ofrecen tres pedazos de tela para que se cubran las ingles.
#Los ladrones están amarrados a las cruces y se llevan a su lugar,
#jesús es levantado en la cruz
#Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor.
#Primera palabra de Jesús: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen."
#Dimas. Se atreve a mirar a Jesús y le dice: "Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino.
#Segunda palabra de Jesús:"Te digo esto: hoy estarás conmigo en el paraíso."
#Cuarta palabra de Jesús:"Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu Madre."
#La Virgen lanza un grito: "¡Ha muerto!"
#Quinta palabra de Jesús: Jesús emite un fuerte grito: "¡ELOI, ELOI, LAMMA SCEBACTENI! ".
#Sexta palabra de Jesús: "¡Tengo sed! "
#Octava palabra de Jesús: "¡Todo se ha cumplido!"
#Novena palabra de Jesús: "¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!".
#La tierra responde al grito del que acaba de morir con un pavoroso bramido.
#José y Nicodemo. Se acercan a Longinos. "Queremos el cadáver."
#Longinos recibe la orden de entregar el cuerpo de Jesús y de hacer crurifragio en los otros.
Cuatro musculosos hombres, que por su aspecto me parece que sean judíos, y judíos dignos de la cruz más que los sentenciados, de la misma ralea que los encargados de la flagelación, brincan de una vereda al lugar del suplicio. Traen túnicas cortas y sin mangas. En las manos clavos, martillos y cuerdas, objetos que, con gestos, muestran a los sentenciados. La canalla es presa de sanguinario delirio.
El centurión presenta a Jesús la jarra para que beba vino con mirra, que sirve de ligero anestésico, pero no acepta. Los dos ladrones beben mucho. La jarra, que tiene una boca ancha, ya vacía, la colocan cerca de una gran piedra, casi junto al borde de la cima.
Se ordena a los sentenciados que se desvistan. Los dos ladrones lo hacen sin ningún pudor, hasta gozan de insinuar gestos obscenos a la plebe y sobre todo al grupo sacerdotal que se distingue por sus vestidos blancos de lino, y que, poco a poco, ha vuelto a la plazuela inferior aprovechándose de su autoridad. Se les han juntado dos o tres fariseos y otros poderosos personajes a quienes el odio une. Veo a unos que conozco bien, por ejemplo a Yocana, a Ismael, al escriba Sadoc, a Elí de Cafarnaum...
Los verdugos ofrecen tres pedazos de tela para que se cubran las ingles. Los ladrones los toman con horribles maldiciones. Jesús, que se ha ido quitando sus vestiduras despacio por el dolor de las heridas, lo rehúsa. Tal vez piensa que todavía puede conservar los paños menores que tuvo en la flagelación, pero cuando se le dice que aun estos se quite, extiende su mano al verdugo y le pide el pedazo de tela para cubrirse. Es realmente el Aniquilado, el Nada, reducido a tener que pedir un trapo a los delincuentes.
MARÍA LE DA SU FINO VELO PARA JESÚS
María lo ve, se quita el largo y fino velo blanco que le cubre la cabeza bajo el manto oscuro, y que ha bañado con sus lágrimas. Se lo quita sin que se caiga el manto. Lo da a Juan para que lo dé a Longinos y éste a Jesús. El centurión toma el velo sin protestar. Cuando ve que Jesús que está volteado hacia el lugar donde no hay gente, y de este modo muestra su espalda llena de golpes, de heridas abiertas que sangran, le da el lino de la Virgen. Jesús lo reconoce. Se lo pone cuidadosamente para que no se caiga... Sobre este lino, que hasta ahora ha sido bañado en lágrimas, caen ahora las primeras gotas de sangre, porque muchas heridas apenas cubiertas de coágulos, se han vuelto a abrir y a manar sangre al inclinarse para quitarse las sandalias y los vestidos.
Jesús se vuelve a la plebe. Se observa ahora que también el pecho, los brazos, las piernas fueron azotados. A la altura del hígado tiene un enorme moretón, y bajo el arco costal izquierdo se ven claras siete rayas que terminan en siete pequeños golpes que sangran... un cruel golpe que recibió en esta zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, sobre las que se golpeó varias veces después de la detención y en la subida al Calvario están negras de cardenales, abiertos en la rótula, sobre todo en la rodilla derecha, y son una parte que también sangra.
La canalla se burla de él en coro: "¡Oh, bello! ¡El más bello de los hijos de los hombres! Las hijas de Jerusalén te adoran..." y en tono de salmo: "Mi amado es blanco y rubicundo, diverso de miles y miles. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de palmera, sedosos como plumas de cuervo. Los ojos son como dos palomas que se bañasen en arroyuelos no de agua, sino de leche, en la blancura de sus órbitas. Sus mejillas son jardines de aromas; sus labios, lirios purpurinos que destilan deliciosa mirra. Sus manos bellas, como trabajo de orfebre, terminando en jacintos rosados. Su tronco es marfil con vetas de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de blanco mármol sobre pedestales de oro. Su majestad es como la del Líbano; imponente, es más alto que el más alto cedro. Su lengua está impregnada de dulzura y él es toda una delicia." Se carcajean. Gritan: "¡El leproso! ¡El leproso! Fornicaste con un ídolo, pues Dios te castiga de este modo. Has murmurado contra los santos de Israel, como María murmuró de Moisés, pues de este modo se te premia. ¡Oh, oh, el Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Que no! ¡Eres un aborto de Satanás! Por lo menos él, Mammona, es poderoso y fuerte. Tú... eres una piltrafa impotente y asquerosa."
Los ladrones están amarrados a las cruces y se llevan a su lugar, uno a la derecha, otro a la izquierda, respecto del lugar destinado a Jesús. Gritan, maldicen, sobre todo cuando las cruces están ya cerca del agujero y los sacuden, haciendo que las cuerdas aprietan fuertemente las muñecas. Blasfeman de Dios, de la ley, de los romanos, de los judíos. Son unos demonios.
Es el turno de Jesús. Se extiende sobre el leño sin oponerse. Los dos ladrones se mostraron tan rebeldes que, no dándose abasto los cuatro verdugos, tuvieron que intervenir varios soldados para sujetarlos, para que no diesen de puntapiés a los verdugos cuando les amarraban las muñecas. para Jesús no hay necesidad de esto. Se tiende y pone la cabeza donde le dicen que lo haga. Abre los brazos como se lo ordenan, extiende las piernas como le mandan. Tan sólo se preocupa de acomodarse bien el velo.
Su largo, delgado y blanco cuerpo resalta sobre el leño negruzco y sobre el suelo amarillento. Dos verdugos se sientan sobre su pecho para tenerlo seguro. Me imagino cuál no habrá sido la opresión y dolor que habrá experimentado. Otro le toma el brazo derecho, con una mano por el antebrazo, y con la otra, las extremidades de los dedos. El cuarto tiene el clavo largo, cuadrangular, puntiagudo, remachado en la cabeza, grande como de 2 cm. y medio de diámetro. Mira si el agujero hecho en el palo corresponda a la coyuntura radio de la muñeca. Corresponde. El verdugo coloca la punta del clavo en el pulso, levanta el martillo y da el primer golpe.
Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor da un grito y se contrae, abre sus ojos que nadan en lágrimas. Ha de ser un fuerte dolor... El clavo penetra destrozándole músculos, venas, nervios, quebrándoles los huesos...
María responde al grito de su Hijo con otro que parece ser el de un cordero degollado. Se inclina, como destrozada, sosteniéndose la cabeza entre las manos. Para no darle más aflicción, Jesús no grita más, pero los golpes se suceden, metódicos, duros, de hierro sobre hierro... y pensar que debajo hay un miembro vivo que los recibe.
La mano derecha ha sido ya enclavada. Pasan a la izquierda. El agujero no corresponde a la muñeca. Toman un lazo, la amarran y la estiran hasta dislocar la coyuntura y arrancar tendones y músculos, además de desgarrar la piel que las cuerdas habían rozado tan fuerte, cuando lo habían apresado. La otra mano también debe sufrir, porque por reflejo se estira y el agujero del clavo se alarga. Ahora apenas si se llega a la muñeca. No les queda más que clavar en medio del metacarpo. El clavo entra más fácilmente, pero con un dolor mucho más intenso, pues toca nervios muy sensibles; tanto es así que los dedos se quedan inertes, mientras que los de la derecha se contraen y se doblan, mostrando su vitalidad. Jesús no grita más. Un lamento ronco desaparece tras de sus labios. Las lágrimas, después de haber caído sobre el madero, caen ahora en tierra.
Es el turno de los pies. A más de dos metros de la punta de la cruz hay calzo, que apenas basta para un pie. Los pies se ponen allí para ver si la medida está bien hecha. Y, como está un poco abajo y los pies no llegan, tiran de los tobillos del pobre Jesús. El palo rugoso de la cruz restriega las heridas, mueve la corona que arranca nuevos cabellos y está a punto de caer. De un manotazo un verdugo le vuelve a colocar sobre la cabeza.
Los que estaban sentados sobre el pecho de Jesús se levantan para sentarse sobre sus rodillas, porque Jesús, involuntariamente, retiró las piernas al ver brillar el clavo demasiado grande más del doble del que emplearon para las manos. Se apoyan sobre las rodillas desolladas, aprietan los huesos de la pierna, mientras que los otros dos clavan. Labor más difícil, porque tratan de que las junturas correspondan a las de los tarsos.
Aunque con cuidado pretenden que los pies estén quietos y que el tobillo y los dedos coincidan, el pie que está debajo se mueve al penetrar el clavo y tienen que casi sacarlo porque, después que penetró en la parte blanda, ya despuntando por haber perforado el pie derecho, hincan el clavo un poco más en el centro. Golpean, golpean... no se oye más que el horrible golpeteo del martillo sobre la cabeza del clavo, pues todo el Calvario no es sino ojos y oídos atentos, para captar cualquier gesto, cualquier ruido, para después reírse...
Al áspero golpe del martillo contesta un levísimo gemido de paloma: el gemido de María que se inclina a cada golpe, como si el martillo diese sobre Ella. Y tiene razón de parecer próxima a ser despedazada, pues la crucifixión es algo horrible. Igual que la flagelación, por lo que toca a la contracción involuntaria muscular, pero más atroz porque se comprueba cómo el clavo se pierde en la carne viva. Eso sí, es más breve. La flagelación debilita mucho porque dura más tiempo.
Para mí la agonía del huerto, la flagelación y la crucifixión fueron los momentos más crueles. Me muestran la grandeza del tormento a que se sujetó Jesús. La muerte me consuela porque digo:"¡Se acabó!" Pero aquellas no son el fin, sino el principio de nuevos sufrimientos
Se arrastra ahora la cruz al agujero, que, debido a la desigualdad del suelo, se sacude violentamente y con ella el cuerpo del pobre Jesús. Se levanta la cruz que, por dos veces, se escapa de las manos de los verdugos, una, cual pesada es, la otra, sobre el brazo derecho de la misma cruz, causando un horrible dolor a Jesús, porque el sacudimiento le afloja los miembros heridos. Cuando la cruz se le deja caer en el agujero, y antes de que se le asegura con piedras y tierra, se balancea en todos los sentidos, produciendo continuos desplazamientos del cuerpo suspendido con tres clavos. El sufrimiento debe de ser horrible.
Todo el peso del cuerpo se separa para adelante y hacia abajo. Los agujeros se alargan, sobre todo el de la mano izquierda. También el de los pies de donde mana sangre con fuerza. La sangre que brota de los pies, gotea por los dedos en tierra, y corre bañando el palo. La de las manos corre por los antebrazos, porque están más altos que las axilas. Baña las costillas, bajando hacia la cintura. La corona, que se movió cuando la cruz se balanceaba antes de ser fijada, hundiendo en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina, vuelve a hincarse hasta la frente, que rasga, rasga sin piedad.
La cruz está asegurada. Ahora el tormento es el estar enclavado. Levantan también a los ladrones, que, una vez en su agujero gritan como si fuesen desollados vivos por el tormento de las cuerdas que rasgan sus muñecas, y ennegrecen las manos, con las venas hinchadas como cuerdas. Jesús calla. la plebe no se calla, al contrario empieza su gritería infernal.
Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo
y su guardia de honor.
Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el lado más alto la cruz de Jesús. En los lados las otras dos. Media centuria de soldados, con las armas entre los pies, rodea la cima; y, dentro de este círculo, los diez que se apearon del caballo, se juegan a los dados los vestidos de los sentenciados. De pie, entre la cruz de Jesús y la de la derecha, está Longinos: parece como si montase guardia de honor al Rey mártir. La otra media centuria, descansa a las órdenes del ayudante de Longinos en el camino de la izquierda y en la plazoleta inferior, en espera de que se le pueda necesitar. Los soldados muestran casi una indiferencia total. Sólo alguno levanta, de vez en cuando, su cara a los crucificados.
Longinos, sin embargo, mira todo atentamente y con interés. Piensa, compara, saca sus conclusiones en su mente. ¡Qué diverso es Jesús de los otros dos y de los espectadores! Para cerciorarse mejor se lleva la mano sobre la frente, para evitar el sol que debe molestarlo.
En realidad que es un sol extraño, de color amarillo rojizo de fuego. Luego parece como si el incendio se apagase de golpe bajo una gran nube de pez que se levanta de detrás de la cadena de montes judíos y que corre veloz por el cielo, desapareciendo detrás de otros montes. Cuando el sol se deja ver, es tan fuerte, que los ojos apenas si lo resisten.
Llama a uno de los soldados que están jugando
a los dados y le ordena: "Si la Madre de El quiere
subir con su hijo que la acompaña, que vaya.
Escóltala y ayúdala."
Ve a la Virgen, que está exactamente bajo la especie de un promontorio, que mira a su Hijo con el rostro desgarrado de dolor. Llama a uno de los soldados que están jugando a los dados y le ordena: "Si la Madre de El quiere subir con su hijo que la acompaña, que vaya. Escóltala y ayúdala."
María con Juan, a quien se le ha tomado por "hijo", sube por los escalones tallados en la roca tobosa, creo; pasa el cordón de los soldados, se acerca a los pies de la cruz, pero un poco distante para que se le vea y para ver a Jesús. La plebe le lanza inmediatamente insultos ignominiosos, que dedica también al Hijo. Pero Ella, con los labios temblorosos y pálidos, trata de darle algún consuelo con un rostro como de valor sobre el que corren lágrimas, que no puede en modo alguno contener.
La plebe, empezando por los sacerdotes, fariseos, saduceos, herodianos, y demás calaña, quieren divertirse y se ponen en fila, subiendo por la pendiente, pasando por la elevación final del monte y bajando por el otro camino o viceversa. Cuando pasan a los pies de la cima, en la segunda plazoleta, lanzan sus blasfemias, en señal de homenaje, contra el Agonizante. Toda la suciedad, crueldad, odio, insensatez de que los hombres son capaces brotan de esos labios infernales. Los más enfurecidos son los miembros del Templo, con sus compinches los fariseos.
"¡Y bien! Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Te ha desconocido ya? " gritan tres sacerdotes.
Y una gavilla de judíos: "Tú, que no hace aun todavía cinco días, con ayuda del demonio, hacías decir al Padre..., ¡ ja, ja !, que te había glorificado, entonces ¿por qué no le recuerdas que guarde su promesa? "
Tres fariseos: "¡Blasfemo! Ha salvado a los otros, ¡ y decía que con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a Sí mismo! ¿Quieres que se te crea? Haz, entonces, el milagro. No puedes ya, ¿verdad? Ahora que tienes las manos clavadas y estás desnudo."
Algunos saduceos y herodianos a los soldados: "¡Cuidado con la hechicería! ¡Vosotros que tenéis sus vestidos! Dentro está la señal del infierno."
Gentuza en coro: "Baja de la cruz y creeremos en Ti. Tú que destruyes el Templo... ¡Loco! Mira allá, el glorioso y santo Templo de Israel. Es intocable, ¡profanador! Te estás muriendo..."
Otros sacerdotes:"¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? Baja, pues. Fulmínanos, si eres Dios. No te tenemos miedo. Al contrario, te escupimos."
Otros que pasan y sacuden su cabeza, gritan: "No sabe más que llorar. ¡Sálvate si es verdad que eres el Elegido!"
Los soldados: "¡Sálvate, pues! Reduce a ceniza a estos bribones. Eso sois, vosotros judíos. Sois los peores bribones del imperio. Su hez. Baja. ¡Roma te pondrá en el Capitolio y te adorará como a una divinidad!"
Los sacerdotes, con los de su ralea: "Eran más dulces los brazos de las mujeres, que los de la cruz, ¿no es verdad? Pero mira: están ya prontas allí para recibirte tus... (y sueltan una palabra infame). Toda Jerusalén te servirá de madrina de bodas." Y silban como carreteros.
Otros lanzan piedras: "Cambia estas en panes, Tú, multiplicador de ellos."
Otros, remedando los hosannas del domingo de palmas, avientan ramos, gritando: "¡Maldito el que viene en nombre del demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión que lo arranca de entre los vivos! "
Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño haciendo cuernos, y diciendo: "Te entrego al Dios del Sinaí. Así dijiste, ¿no es verdad? Ahora el Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te ayude? "
Otro: "No eches a perder la cruz con los golpes de tu cabeza. Debe servir para tus secuaces. Una legión entera morirá sobre ella, te lo juro por Yeové. Y el primero que pondremos será Lázaro. Veremos si le libras entonces de la muerte."
"¡Muy bien, muy bien! Vamos a donde está Lázaro. Clavémoslo de la otra parte de la cruz"; y con una sorna horrible, remedan las palabras lentas que Jesús dijo: "Lázaro, amigo mío, ¡ven fuera! Desligadlo y dejadlo que ande."
"¡No! Decía a Marta y a María, sus mujeres: "Yo soy la Resurrección y la Vida". ¡Ja, ja, ja! ¡La Resurrección no puede arrojar de Sí la muerte y la Vida muere! "
"Allí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y lo buscamos." Adelantan hacia las mujeres, preguntan con arrogancia: "¿Dónde está Lázaro? ¿En su palacio? "
María Magdalena da un paso adelante...Dice: "Id.
Encontraréis en mi palacio a los soldados de Roma
y a quinientos armados de mis tierras
Mientras las otras mujeres, aterrorizadas, corren a refugiarse detrás de los pastores, María Magdalena da un paso adelante, hallando en su dolor la antigua intrepidez de cuando era pecadora. Dice: "Id. Encontraréis en mi palacio a los soldados de Roma y a quinientos armados de mis tierras que os castrarán como a viejos cabrones destinados para servir de alimentos a los esclavos que trabajan en los molinos."
"¡Desvergonzada! ¿Así hablas a los sacerdotes?"
"¡Sacrílegos! ¡Sucios! ¡Malditos! ¡Volteaos! En vuestras espaldas estoy viendo llamas infernales."
Estos cobardes se voltean, realmente aterrorizados, pues la afirmación de María no deja lugar a duda. Pero si no tienen las llamas a las espaldas, en sus cinturas sienten las lanzas puntiagudas romanas, porque Longinos ha dado una orden, y la media centuria que estaba en descanso, entró en acción, y pica las nalgas de los primeros que encuentran. Huyen gritando. La media centuria se queda para cerrar las entradas de los dos caminos y para hacer de baluarte a la plazoleta. Los judíos maldicen, pero Roma es más fuerte.
Magdalena se baja el velo -se lo había levantado para contestar a los ofensores- y vuelve a su lugar. Las otras se le juntan.
El ladrón de la izquierda continúa los insultos desde su cruz. Parece como si compendiase las blasfemias de los demás y les seca el jugo. Concluye diciendo: "Sálvate y sálvanos si quieres que se te crea. ¿Tú, el Mesías? ¡Eres un loco! El mundo es de los listos, y Dios no existe. Yo existo. Es la verdad. Y para mí todo es lícito. ¿Dios?... Locura puesta para teneros quietos. ¡viva nuestro yo! ¡El sólo es rey y dios!"
El otro ladrón, el de la derecha, y que casi a sus pies tiene a María a quien mira más que a Jesús, que hace unos cuantos momentos ha estado diciendo en voz baja: "La madre", añade: "Cállate. ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esto?¿Por qué insultas a quien es bueno? Está en un suplicio mayor que el nuestro. El no ha hecho nada malo."
Pero el ladrón continúa en sus imprecaciones.
Jesús sigue callado. Jadeando por el esfuerzo de la posición, por la fiebre, por el estado cardíaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación que fue muy violenta y también por la angustia profunda que le hizo sudar sangre, trata de encontrar un consuelo, aligerando el peso que recae sobre los pies, colgándose de las manos y haciendo fuerza con los brazos. Tal vez lo haga también para evitar el calambre que siente en los pies y que se nota en el estremecimiento muscular. Se nota el mismo temblor en las fibras de los brazos, sujetados a esa posición y que deben de estar helados en las extremidades, porque están en alto y la sangre no circula por ellos. Llega apenas a las muñecas de donde mana, no llegando a los dedos. Sobre todo las fibras de la izquierda tienen ya un color cadavérico. No se mueven. Se han doblado sobre la palma. También los dedos de los pies muestran su tormento. Sobre todo los pulgares, tal vez porque el nervio no está muy herido, se mueven para arriba y para abajo. Se abren.
El tronco muestra todo su dolor con su movimiento que es rápido, pero no profundo, y se cansa sin hallar consuelo. Las costillas, muy anchas y altas, porque la estructura del cuerpo de Jesús es perfecta, se ha dilatado más de lo imaginable por la posición del cuerpo y por el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, sin embargo, no pueden aligerar el esfuerzo de respirar; tanto es así que todo el abdomen ayuda con sus movimientos al diafragma que poco a poco se va paralizando. La congestión, la asfixia aumentan de minuto en minuto, como lo muestra el colorido azulado que se ve ya en los labios, con un color rojizo de la fiebre, con matices de un rojo violeta que se distingue ya en el largo cuello con las yugulares hinchadas. Los rasgos llegan hasta las mejillas por las orejas y las sienes. La nariz se ha afilado, exangüe. Los ojos se hunden cada vez más, dejando una lividez donde la sangre de la corona no los baña.
Bajo el arco izquierdo costillar se destaca el golpe con que bate la punta cardiaca, irregular, pero fuerte; y, de vez en cuando, por una convulsión interna, el diafragma tiene un sacudimiento profundo que se revela por una distensión total de la piel obligada al máximo, en este cuerpo herido y agonizante.
El rostro presenta el aspecto que vemos en las fotografías de la Sábana, con la nariz torcida e hinchada de una parte lo que también aparece respecto al ojo derecho casi cerrado, por la hinchazón. Al contrario, la boca está abierta, con su herida en el labio superior, que es ya una costra.
Teniendo en cuenta la pérdida de sangre, la fiebre, el sol, la sed debe ser durísima, tanto que El, maquinalmente, bebe las gotas de su sudor y de su llanto, y también las de sangre que bajan por la frente hasta sus bigotes, y con ellas se baña la lengua... La corona de espinas le impide apoyarse al tronco de la cruz para poder sostenerse con los brazos y aliviar los pies. Los riñones y toda la espina se arquea hacia afuera, al estar separada de la cruz la pelvis, y por la inercia que hace colgar hacia adelante un cuerpo suspendido como estaba el de Jesús.
Los judíos, arrojados más allá de la plazoleta, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente se hace eco. El otro, que mira con mayor compasión a la Virgen, llora y le reprocha duramente cuando oye que también Ella es insultada.
Soy un pecador... ¿Quién me perdona? Madre, en
nombre de tu Hijo que agoniza, ruega por mí.
"María levanta por un momento su rostro
desgarrado
"Cállate. Acuérdate que naciste de mujer. Piensa que nuestras madres han llorado por nosotros. Y fueron lágrimas que la vergüenza les arrancó... porque somos unos criminales. Nuestras madres ya murieron... Quisiera pedirle perdón... ¿Lo podré? ¡Era una santa!... La maté con los dolores que le produje... Soy un pecador... ¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo que agoniza, ruega por mí."
María levanta por un momento su rostro desgarrado, mira a este malvado que, a través del recuerdo de su madre, y de verla a Ella, se encamina hacia el arrepentimiento, y parece como si lo acariciara con su mirada de paloma.
Dimas llora recio, lo que provoca mucho más las befas de la plebe y de su compañero. Aquellos aúllan gritando: " ¡Bravo, bravo! Tómatela por Madre. Así tiene dos hijos criminales! " El otro por su parte: "Te ama porque eres un retrato de su amado."
"Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen."
Jesús habla por primera vez: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen."
Esta súplica vence los temores que le quedaban a Dimas. Se atreve a mirar a Jesús y le dice: "Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Es justo que yo sufra. Compadécete de mí y dame la paz en la otra vida. Te oí hablar una vez; y, necio, rechacé tus palabra. Ahora me arrepiento de ello, de mis pecados delante de Ti, Hijo del Altísimo. Creo que has venido de parte de Dios. Creo en tu poder. En tu misericordia. Jesús, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre Santísimo."
"Te digo esto: hoy estarás conmigo en el paraíso."
Jesús se vuelve y lo mira con gran compasión. Una sonrisa bellísima se dibuja en su pobre boca. Responde: "Te digo esto: hoy estarás conmigo en el paraíso."
El ladrón arrepentido se tranquiliza, y, habiendo olvidado las plegarias que había aprendido, se pone a repetir como jaculatoria: "Jesús Nazareno, rey de los judíos, ten piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en Ti; Jesús Nazareno, rey de los judíos, creo en tu Divinidad."
El otro continúa con sus blasfemias.
El cielo se pone más lóbrego. Las nubes no se abren para dejar paso al sol. Se amontonan unas sobre otras con copas plomizas, blanquecinas, verdosas. Cabalgan sobre sí, se desenredan, según las rachas de un viento frío que a intervalos atraviesa el firmamento y luego baja a la tierra, más tarde se calla. Parece ser más siniestro cuando se calla, pesado y muerto, que cuando silba, cortante y veloz.
La luz, que hasta ahora había sido fuerte, se va transformando en color verde. Las caras reflejan facciones estrambóticas, bajo sus yelmos y corazas que antes brillaban y ahora se han como empañado en la luz verdosa y bajo un firmamento cenizo, muestran perfiles duros como de estatuas esculpidas. Las de los judíos, que en su mayoría son morenos de cabellos y barba, parecen de ahogados, por color térreo. Las mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la palidez que la luz les va marcando.
Tercera palabra de Jesús:
"¡Mamá!, ¡Mamá!"
Jesús se pone extremadamente lívido, como si empezara ya la descomposición, como si ya se hubiera muerto. La cabeza le empieza a colgar sobre el pecho. Las fuerzas se le van prontamente. Tiembla pese a la fiebre que lo consume. En su debilidad murmura el nombre que antes sólo ha dicho en lo íntimo de su corazón: "¡Mamá!, ¡Mamá!" Lo dice tan quedo como un suspiro, como si fuera víctima de un delirio que le impidiera controlarse, cuando la voluntad lo quiere. La Virgen tiene ansias cada vez más inmensas de extender sus brazos para socorrerlo.
La cruel gentuza se ríe de esas contracciones musculares y de quien las sufre. Los sacerdotes y escribas suben de nuevo hasta por detrás de los pastores, que están en la plazoleta inferior. Y, como los soldados quieren echarlos atrás, ellos protestan: "¿Están los galileos? También nosotros debemos comprobar que se cumple la justicia. Y desde lejos, en medio de esta extraña luz, no podemos ver bien."
De hecho muchos empiezan a impresionarse por la luz que va envolviendo el mundo, y no falta quien sienta miedo. También los soldados señalan el firmamento y a una especie de cono de color pizarra, por lo oscuro, que se levanta como un pino detrás de una cima. Parece una tromba marina. Se levanta, se levanta y parece como si engendrara nubes cada vez más negras, como si se tratase de un volcán arrojando humo y lava.
"Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu Madre."
En medio de esta luz crepuscular y pavorosa, Jesús entrega la persona de Juan a María y viceversa. Con la cabeza inclinada, porque su Madre se ha puesto más bajo la cruz para verlo mejor, le dice: "Mujer, he ahí a tu hijo. Hijo, he ahí a tu Madre."
El rostro de María se desconsuela más después de estas palabras de Jesús que son su testamento; no tiene nada que dejarle más que a un hombre, El que por amor del Hombre la priva de Sí mismo, de quien de Ella había nacido. María llora calladamente. Las lágrimas brotan, no obstante el esfuerzo que hace por contenerlas, aun cuando trata de reflejar en su rostro desconsolado algo de serenidad a fin de consolar a su Hijo...
Los sufrimientos son cada vez mayores. La luz disminuye lentamente.
En esta luz azulina se dejan ver detrás de los judíos Nicodemo y José, que ordenan: " ¡Haceos a un lado! "
"No se puede. ¿Qué queréis? " preguntan los soldados.
"Pasar. Somos amigos del Mesías."
Se vuelven los jefes de los sacerdotes. "¿Quién es el que se atreve a declararse amigo del rebelde? " preguntan, desdeñosamente, los sacerdotes.
José con todo valor: " Yo, José de Arimatea, el Anciano, noble miembro del Gran Consejo, y conmigo Nicodemo, jefe de los judíos."
"Quien se pone al lado del rebelde es un rebelde."
"Y quien en favor de los asesinos, un asesino, Eleazar de Anás. He vivido como un justo. Estoy ya viejo y próximo a la muerte. No quiero ser malo cuando ya el cielo desciende sobre mí y, con él, el Juez eterno."
"Y tú, Nicodemo. ¡Me maravillo!"
"También yo, una sola cosa me duele y es que Israel se haya corrompido tanto que no sepa reconocer a Dios."
"Me causas asco."
"Entonces hazte a un lado y déjame pasar. No quiero otra cosa."
"¿Para contaminarte mucho más?"
"Si no me he contaminado estándoos cerca, ninguna otra cosa me puede contaminar. Soldado, aquí tienes la bolsa y la contraseña para que me dejéis pasar. Al decurión más cercano entrega la bolsa y una tabla encerada.
El decurión mira. Ordena a los soldados: "Dejadlos pasar."
José y Nicodemo se acercan a los pastores. No sé si Jesús los ve en esta oscuridad que aumenta paulatinamente. Sus ojos se van cerrando lentamente. Pero José y Nicodemo lo ven y lloran sin importarles nada, aun cuando sobre ellos recaigan ahora las injurias de los sacerdotes.
Los sufrimientos son cada vez más fuertes. El cuerpo de Jesús experimenta los primeros arqueos tetánicos, y cada grito de la plebe le molesta muchísimo. La insensibilidad de sus tendones, de los nervios se extiende, desde las extremidades hasta el tronco, convirtiendo cada vez más difícil el movimiento respiratorio, débil la contracción del diafragma e irregular el movimiento cardiaco. El rostro de Jesús pasa alternativamente del color rojo intenso a la palidez verdosa del agonizante por desangramiento. Su boca se mueve con mayor fatiga porque los nervios agotados del cuello y de la cabeza misma, que muchas veces han servido de palanca a todo el cuerpo, dirigiéndose hacia el travesaño de la cruz, extienden el calambre hasta las mandíbulas. La garganta, hinchada con las carótidas obstruidas, tiene que sufrir y extender su edema a la lengua que se ve abultada y que apenas se mueve. La espina dorsal, aun en los momentos en que las contracciones tetánicas no la arquean completamente desde la nuca hasta las caderas, apoyadas como puntos últimos al tronco de la cruz, se dobla cada vez más hacia adelante, porque los miembros se hacen cada vez más pesados a causa de las partes donde ha empezado ya la muerte.
La plebe poco o nada ve de esto, porque la luz está teñida de color ceniza oscura, y sólo quien está a los pies de la cruz puede verlo todo.
En un cierto momento Jesús suelta el cuerpo hacia adelante y hacia abajo, como si estuviera ya muerto. No jadea. La cabeza le cae inerte. El cuerpo, de las caderas arriba, está separado, formando un ángulo con los brazos abierto en cruz.
La Virgen lanza un grito: "¡Ha muerto!"
Las mujeres se hacen eco de este grito.
"No es posible" aúllan algunos sacerdotes y judíos.
alguna piedra dio en el blanco Jesús
lanza un gemido doloroso y vuelve en Sí.
La Virgen lanza un grito: "¡Ha muerto! " Un grito trágico, que se propaga por el aire sin luz. Jesús parece realmente muerto.
Las mujeres se hacen eco de este grito. Y veo que entre ellas se forma confusión. Luego una decena de personas se aleja, llevando algo. No puedo distinguir más. La luz es ya muy débil. Parece como si todos estuvieran envueltos en una nube finísima de ceniza volcánica.
"No es posible" aúllan algunos sacerdotes y judíos. "Es un pretexto para que nos vayamos. Soldado: pícale con la lanza. Es un buen remedio para devolverle la voz." Y como los soldados no lo hacen, una descarga de piedras y terrones vuelan hacia la cruz, pegándole y cayendo sobre las corazas romanas.
Irónicamente, como dicen los judíos, el remedio produce su efecto. No hay duda que alguna piedra dio en el blanco, tal vez en la herida de una mano, o en la misma cabeza, porque tiraban hacia arriba. Jesús lanza un gemido doloroso y vuelve en Sí. El tórax vuelve a respirar fatigosamente. La cabeza se mueve hacia la derecha, buscando un lugar donde pueda apoyarse sin sufrir tanto, sin encontrar dolor mayor.
Jesús emite un fuerte grito:
"¡ELOI, ELOI, LAMMA SCEBACTENI! ".
A grandes penas Jesús apoya una vez más sobre los pies torturados encontrando fuerza en su voluntad, sólo en su voluntad. Se yergue sobre ella, se pone derecho como si estuviese sano. Alza su rostro mirando con ojos bien abiertos el mundo extendido a sus pies, la ciudad que apenas si se ve como algo blanco en medio de la lobreguez; el cielo negro del que la luz ha huido. Hacia este cielo cerrado, compacto, que parece poder tocarse con las manos en su lobreguez, semejante a una norme laja de pizarra, Jesús emite un fuerte grito, superando con la fuerza de su voluntad, con el ansia de su alma, el impedimento de sus mandíbulas tiesas, su lengua abultada, el edema de su garganta: "¡Eloi, Eloi, lamma scebacteni! " (me parece que así dijo).
Debe de sentir morirse en medio de un completo abandono del cielo, para declarar abiertamente cómo su Padre lo trata.
La gente ríe y lo befa. Lo insulta diciendo: "¡Dios no sabe qué hace contigo! ¡El maldice a los demonios! "
Otros gritan: "Veamos si Elías, al que ha invocado, viene a salvarlo."
Otros: "Dadle un poco de vinagre, para que se limpie la garganta. Sirve para limpiar la voz. Elías o Dios, porque no se sabe lo que ese loco quiere, están lejos... ¡Hay que gritar para que te oigan!" Y ríen como hienas o como demonios.
Pero ningún soldado le da vinagre, y nadie baja del cielo para consolarlo. Es la agonía solitaria, total, cruel, hasta sobrenaturalmente cruel, de Jesús-Víctima.
Torna el alud de dolor sin consuelo que en Getsemaní lo aplastó. Tornan las ondas de los pecados de todo el mundo a sumergir el náufrago Jesús, a sumergirlo en su amargura. Torna sobre todo la sensación, más dura que la misma cruz, más cruel que cualquier tormento, de que Dios lo ha abandonado y que su plegaria no llega a El...
Es el tormento extremo: el que apresura la muerte porque exprime las últimas gotas de sangre de los poros, porque machaca las restantes fibras del corazón, porque acaba con lo que el saberse abandonado había empezado: la muerte. Esta fue la primera causa de la muerte de Jesús, ¡Oh Dios mío! que lo castigaste por nosotros.
Después de tu abandono, por causa de él ¿que es el hombre? O un loco, o un muerto. Jesús no podía enloquecer porque su inteligencia es divina, y espiritual como es la inteligencia, se sobreponía al golpe recibido de Dios. Muere pues. El Inocente, el Santo muere. Muere el que es la Vida. Matado por tu abandono y por nuestros pecados.
La oscuridad es más densa. Jerusalén desaparece. El mismo Calvario parece como si no tuviera faldas. Sólo la cima es visible, como si las tinieblas la conservasen arriba para dejar pasar la última luz, ofreciéndola como un regalo con su trofeo divino, sobre un lago de ónix líquido, para que el odio y el amor la vean.
"¡Tengo sed! "
De en medio de la oscuridad se oye la voz lastimera de Jesús: "¡Tengo sed! "
Se siente en verdad un viento que produce sed aun en los sanos. Un viento que es ahora violento, lleno de polvo, frío, pavoroso. Me pongo a pensar en el espasmo que habrá causado a los pulmones, al corazón, a la garganta, a sus miembros helados, adormecidos, heridos. Aun esto contribuyó a torturar al buen Jesús.
Un soldado va a tomar un vaso donde los verdugos echaron vinagre con hiel para que con su amargor aumente la salivación en los condenados al suplicio. Toma la esponja que estaba dentro de la bebida, la pone sobre una caña delgada y resistente, que hay ahí a la mano, y se la ofrece a Jesús, que con ansias la espera. Parece un niño hambriento que busca el seno materno.
María apoyándose en Juan dice:
"¡Oh, y yo ni siquiera le puedo dar una gota de
llanto!... ¡Oh, seno mío que no tienes leche!
Oh Dios, ¿por qué, por qué nos abandonas?
¡Haz un milagro en favor de tu Hijo!
¿Quién me levanta para calmarle su sed con
mi sangre, pues que no tengo leche ya?..."
María que ve esto, y que sin duda pensará en lo que dije, llora y apoyándose en Juan dice: "¡Oh, y yo ni siquiera le puedo dar una gota de llanto!... ¡Oh, seno mío que no tienes leche! Oh Dios, ¿por qué, por qué nos abandonas? ¡Haz un milagro en favor de tu Hijo! ¿Quién me levanta para calmarle su sed con mi sangre, pues que no tengo leche ya?..."
Jesús, que ha succionado ávidamente la agria y amarga bebida, tuerce su cabeza ante el desagradable sabor. Ha de ser como un corrosivo en sus labios heridos y abiertos. Se retrae, se encoge, se suelta.
Todo el peso del cuerpo cae sobre los pies y hacia adelante. Las extremidades clavadas sufren el atroz dolor de romperse bajo el peso de un cuerpo que se suelta. No se ve movimiento alguno para aliviar este dolor. De las caderas arriba está separado del palo, y así se queda.
La cabeza cual pesada que es le cae hacia adelante de modo que el cuello parece como hundido en tres puntos: en la yugular, completamente ahondada, y de una y otra parte del esternón cleido-mastoides. La respiración cada vez más jadeante, pero sólo a intervalos. Es más un estertor que quiere terminar que un respiro. De vez en vez tose, y con la tos sale a los labios una espuma levemente colorada. La separación entre una y otras respiración es cada vez mayor. El abdomen no tiene movimientos. Sólo el tórax los tiene, pero fatigosos, separados... La parálisis pulmonar se acentúa mucho.
"¡Mamá!"
Y ella contesta: "Aquí estoy, tesoro mío."
"Mamá, ¿dónde estás? no te veo ya. ¿También tú me
abandonas?"
Responde: "¡No, no, Hijo, no te abandono!
Óyeme, querido mío... Mamá está aquí... aquí está...
sólo sufre por no poder llegar a donde estás..."
Y cada vez más débil, vuelve a repetir su lamento infantil, al pronunciar la palabra: "¡Mamá!" Y ella contesta: "Aquí estoy, tesoro mío." Y cuando la vista que se le nubla le obliga a decir: "Mamá, ¿dónde estás? no te veo ya. ¿También tú me abandonas?", lo que no es ni siquiera una palabra, sino un murmullo que apenas oye más con el corazón que con los oídos quien recoge cada suspiro del Agonizante. Responde: "¡No, no, Hijo, no te abandono! Óyeme, querido mío... Mamá está aquí... aquí está... sólo sufre por no poder llegar a donde estás..."
Es un desgarro del alma... Juan llora sin importarle nada. Jesús oye ese llanto, pero no habla. Me imagino que la muerte inminente lo hace hablar como si delirase, y tampoco comprende el consuelo que le dan su Madre y el amor del Predilecto.
Longinos, que inadvertidamente ha dejado su actitud de descanso con las manos cruzadas sobre el pecho, que descansa ya sobre una, ya sobre otra pierna, está ahora en actitud firme, la mano izquierda en la espada, la derecha le cae al lado del cuerpo, como si estuviese en las gradas del trono imperial, no deja menos de mostrar una cierta emoción en su rostro; y en sus ojos se ve un lejano brillo de lágrimas, que controla la disciplina militar.
Los otros soldados, que estaban jugando a los dados, dejan el juego. Se han puesto de pie, con los yelmos en la cabeza, que les habían servido para mover los dados. En grupo junto a la escalerilla excavada en la toba, silenciosos, callados. A los demás les toca el servicio, y no pueden cambiar de posición. Parecen estatuas. Alguno de los que están más cerca y que ha oído las palabras de la Virgen, murmura algo entre labios, y sacude su cabeza.
"¡Todo se ha cumplido!"
Hay un gran silencio, luego suenan claras en la oscuridad completa las palabras:"¡Todo se ha cumplido!" Luego el jadeo cada vez más estertor, con vacíos más largos entre uno y otro estertor.
Y así pasa el tiempo en medio de esta angustia. Se sabe que Jesús, agonizante, todavía vive cuando se oye el estertor... que la vida va a terminar cuando no se oirá más.
Hay ansias cuando se oye... Hay angustia, cuando no... Se dice: "¡Basta de sufrir!", y se dice: "¡Oh Dios, que no sea el último respiro!"
Las Marías lloran con las cabezas dirigidas hacia el promontorio. Se oye claro su llanto, porque ahora toda la plebe se ha callado para escuchar los estertores del Agonizante.
"¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!"
Un silencio se escucha. Luego, se oye con infinita dulzura, con ferviente plegaria, que Jesús ora: "¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! ".
Un nuevo silencio. Si se escucha el estertor. Es un soplido que apenas sale de garganta y labios.
luego un grito fuerte, inimaginable en ese
cuerpo que era piltrafa, sale, rompe el aire,
"el fuerte grito" de que hablan los evangelios
y que es la primera sílaba de la palabra
"Mamá"
... Y luego... nada...
Ha muerto.
Luego sucede la última contracción de Jesús. Una convulsión atroz, que parece querer arrancar el cuerpo enclavado. Por tres veces empieza de los pies a la cabeza. Recorre todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de un modo anormal, luego lo deja caer como por alteración de las entrañas, y cae, se hunde como vaciado; se levanta, se hincha y contrae tan fuertemente el tórax que la piel se hunde entre costilla y costilla que se alargan, dejándose ver bajo la epidermis, y abriendo nuevamente las heridas de la flagelación, una, dos, tres veces, hace que la cabeza violentamente pega hacia atrás, pega contra el madero duramente; en un movimiento contrae todos los músculos del rostro, acentuando la desviación de la boca a la derecha; hace que se abran los párpados desmesuradamente, en los que se ve que da vueltas la bola del ojo y aparece la esclerótica. El cuerpo se alarga cuan largo es. En la última contracción es un arco tenso, vibrante, que causa miedo verlo; y luego un grito fuerte, inimaginable en ese cuerpo que era piltrafa, sale, rompe el aire, "el fuerte grito" de que hablan los evangelios y que es la primera sílaba de la palabra "Mamá"... Y luego... nada...
La cabeza le cae sobre el pecho. El cuerpo está hacia adelante. El respiro termina. Ha muerto.
La tierra responde al grito del que acaba
de morir con un pavoroso bramido.
la tierra se sacude con un ciclón.
El terremoto y el ciclón se juntan
Las cruces danzan
Longinos, Juan, los soldados se asen
de donde pueden para no caer.
La tierra responde al grito del que acaba de morir con un pavoroso bramido. Parece como si miles de gigantescas trompetas arrojasen un solo sonido y en este temeroso acorde se oyen notas separadas, notas de relámpagos que rompen el cielo en todos sentidos, cayendo sobre la ciudad, sobre el templo, sobre la gente... Pienso que habrá habido algunos fulminados porque la multitud ha sido atacada directamente. Los rayos son la única luz intermitente que permite ver algo.
Y, de pronto, mientras todavía las descargas fulmíneas se suceden, la tierra se sacude con un ciclón. El terremoto y el ciclón se juntan para dar un castigo apocalíptico a los blasfemos. La cima del Gólgota se balancea y se mueve como un plato en la mano de un loco. Las cruces danzan en tal forma que parece que van a brincar.
Longinos, Juan, los soldados se asen de donde pueden para no caer. Juan, mientras que con una mano se agarra a la cruz, con la otra sostiene a la Virgen, que, por el dolor y el bamboleo, se ha reclinado sobre su pecho. Los soldados, y sobre todo los que están de la parte que cae pendiente, se han refugiado en el centro para que los peñascos no los arrojen hacia abajo. Los ladrones aúllan de temor. La multitud lo mismo, y pretende escapar, pero no puede. Caen unos sobre otros. Se pisotean, se precipitan a las hendiduras del terreno. Se hieren mutuamente. Ruedan por la pendiente, enloquecidos.
Por tres veces se repite el terremoto y el ciclón. Luego se sucede la inmovilidad absoluta de un mundo muerto. Relámpagos sin trueno se ven correr por el firmamento iluminando a los judíos que huyen en todas direcciones con las manos entre los cabellos, alargadas hacia adelante, o levantadas hacia el cielo, del que se han burlado hasta ahora y al que en estos momentos temen. La oscuridad disminuye con un tenue resplandor que multiplican los relámpagos sin fragor. Y así se puede ver que hay muchos por el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa está ardiendo. Las llamas se levantan escribiendo un punto rojo en el verde ceniciento de la atmósfera.
María levanta su cabeza del pecho de Juan
y mira a Jesús.
Lo llama tres veces: " ¡Jesús, Jesús, Jesús!
"grita: "¡Hijo mío, Hijo mío, Hijo mío!"
María, que ha comprendido, se desprende,
y grita: " ¡No tengo más Hijo! "
María levanta su cabeza del pecho de Juan y mira a Jesús. Lo llama, porque no lo distingue bien por la poca luz y porque sus ojos están llenos de lágrimas. Lo llama tres veces: " ¡Jesús, Jesús, Jesús! " Es la primera vez que lo llama con su nombre desde que está en el Calvario. Finalmente, al resplandor de un relámpago que brilla cual corona sobre la cresta del Gólgota, lo ve inmóvil, pendiente hacia adelante, con la cabeza en tal forma inclinada y a derecha, que con la mejilla toca la espalda, y con el mentón las costillas. Comprende. Tiende sus manos temblorosas en el aire oscuro y grita: "¡Hijo mío, Hijo mío, Hijo mío!" Luego escucha... tiene la boca abierta. Parece como que desea escuchar aun con ella. Como si hubiera abierto sus ojos en tal forma para ver... No puede creer que su Hijo haya muerto...
Juan, que también ha estado mirando y escuchando, y ha comprendido que todo ha acabado, abraza a la Virgen, trata de alejarla, diciendo: "No sufre ya."
Pero, antes de que el apóstol termine sus palabras, María, que ha comprendido, se desprende, vuelve sobre sí misma, se inclina hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita: "¡No tengo más Hijo!"
Vacila. Caería, si Juan no le viniese en su ayuda. Se sienta en tierra por sostenerla mejor, hasta que las Marías a las que no impide más el cerco de los soldados que están en la parte superior -donde estuvieron los judíos que ahora han huido- se han agrupado en la plazoleta inferior comentando lo sucedido, lo sustituyen
La Magdalena se sienta donde estuvo Juan, y casi coloca a María sobre sus rodillas, sosteniéndola entre los brazos y su pecho. La besa en su pálido rostro, inclinado hacia ella. Marta y Susana, con una esponja y un pedazo de lino mojados en vinagre, le mojan las sienes y las narices, mientras su cuñada María le besa las manos llamándole con voz desgarrada. Apenas María abre sus ojos y los torna a su alrededor como si no tuviese vida, le dice: "Hija, hija amada, escucha... dime que me ves... Soy tu María... ¡No me mires así!..." Dado que el primer sollozo se escapa de la garganta de la Virgen, y las lágrimas caen nuevamente, ella, la buena María de Alfeo, dice: "Sí, sí, llora... aquí conmigo... como una hija mía santa con su pobre mamita..." y, cuando oye decir: "Oh, María, María, ¿has visto? ", ella gime: "Sí, sí... pero... pero... hija...¡oh hija!..." No encuentra otras palabras y llora la anciana María. Es un llanto destrozador al que se une el de Marta, el de María, la madre de Juan, y Susana.
Las otras piadosas mujeres no se ven. Pienso que se habrán ido, y con ellas los pastores, cuando se oyó aquel grito femenino...
Los soldados hablan entre sí.
"¿Has visto a los judíos? Ahora tenían miedo."
"Y se golpeaban el pecho."
"Los más espantados eran los sacerdotes."
"¡Qué miedo! He sentido otros terremotos, pero como éste, ¡jamás! Mira: la tierra está llena de hendiduras."
"Allí se ve el hundimiento del camino ancho."
"Hay cuerpos."
"¡Déjalos! menos serpientes y mejor..."
"¡Oh, otro incendio! En la campiña..."
"¿Pero ha muerto de veras?"
"Y ¿no lo estás viendo? ¿Dudas?"
José y Nicodemo. Se acercan a Longinos.
"Queremos el cadáver."
Por detrás de la roca se asoman José y Nicodemo, donde se habían refugiado, detrás del baluarte del monte, para librarse de los rayos. Se acercan a Longinos. "Queremos el cadáver."
"Sólo el procónsul lo concede. Id aprisa porque he oído que los judíos van a ir al pretorio para que se haga el crurifragio. No quisiera que a El le cortasen las piernas."
"¿Cómo lo sabes?"
"Informes del alférez. Id. Os espero."
Los dos se echan camino abajo por la abrupta pendiente. Desparecen.
Ahora es Longinos el que se acerca a Juan y le dice en secreto algo que no oigo. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres que están cuidando de María que poco a poco recobra sus fuerzas. Todas están de espaldas a la cruz.
Longinos se pone frente al Crucificado. Estudia bien el golpe, y luego arroja la lanza, que penetra profundamente de abajo para arriba, de derecha a izquierda.
Juan, se encuentra en medio del deseo de ver y el horror también de ver, vuelve por un instante sus ojos.
"Está hecho, amigo" dice Longinos, y concluye: "Es mejor así. Como a un valiente. Y sin romperle los huesos... ¡Era en realidad un hombre justo! ".
De la herida gotea mucha agua y un hilito insignificante de sangre que tiende a coagularse. Gotea, he dicho. No brota sino filtrando por la herida que queda inerte, mientras que, si dependiese del hálito se hubiera abierto y cerrado con el movimiento torácico-abdominal...
José y Nicodemo se encuentran con Gamaliel
...Entre tanto que en el Calvario no hay más que tragedia, alcanzo a José y Nicodemo que bajan por una vereda para llegar más pronto. Están casi a la falda cuando se encuentran con Gamaliel. Viene, despeinado, sin capucho, sin manto, con su vestidura antes limpia y ahora sucia de tierra, rasgada por las espinas. Un Gamaliel que corre, subiendo, jadeante, con las manos en los cabellos ralos y muy canosos, propios de la edad. Conversan por unos momentos.
"¡Gamaliel! ¿Tú?"
"¿Y Tú, José? ¿Lo abandonas?"
"Yo no. Pero, ¿por qué tú por aquí? ¿Y así?..."
"Cosas horribles. ¡Estaba yo en el Templo! ¡La señal! ¡Los quicios de las puertas del Templo abiertos! El velo de color púrpura y jacinto está colgando. ¡El Santa Sanctorum al descubierto! ¡Anatema sobre nosotros!" Ha hablado corriendo hacia la cima, como loco, por la prueba de que fue testigo.
Los dos lo miran irse... se miran entre sí... dicen al mismo tiempo: "¡Estas piedras se estremecerán con mis últimas palabras!" ¡Se lo había prometido!..."
Corren lo más que pueden.
Por el campo, por el monte y muros y más allá vagan, en medio de un aire pesante, algunos con cara de estúpidos... Gritos, gemidos, lamentos... Alguien grita: "¡Su Sangre se convirtió en fuego para nosotros!" Otros: "¡Se apareció en medio de los relámpagos Yeové para maldecir el Templo!" Otro con el llanto en la boca: "¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros! ".
José, al entrar en la ciudad, agarra a uno que se está dando golpes contra el muro. Lo llama por su nombre: "Simón, ¿qué vas diciendo?"
"¡Déjame! ¡También tú, un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos, afuera! ¡Me cubren de maldiciones!"
"Ha enloquecido" dice Nicodemo.
Lo dejan, y siguen aprisa hacia el Pretorio.
La ciudad es presa del terror. Gente que va por acá y por allá golpeándose el pecho. Gente que da un brinco para atrás, que se vuelve espantada al oír voces o pasos.
En una de las muchas arquivoltas sumidas en la oscuridad se ve la figura de Nicodemo, que viene vestido de lana blanca porque para caminar más pronto se quitó el manto en el Gólgota. Al verlo un fariseo lanza un grito y huye. Pero luego cae en la cuenta que es Nicodemo, se le cuelga del cuello con un sentimiento raro, aullando: "¡No me maldigas! ¡Mi madre se me ha aparecido diciéndome: "¡Eres un maldito para siempre!" y luego el fariseo se encorva llorando: "¡Tengo miedo! ¿Tengo miedo!"
"¡Todos están locos!" dicen ambos.
Han llegado al Pretorio (Palacio donde habitaban y donde juzgaban las causas los pretores (Magistrado que ejercía jurisdicción en Roma o en las provincia) romanos o los presidentes de las provincias) mientras esperan que el Procónsul los reciba, José y Nicodemo se enteran del por qué de tanto miedo. Muchos sepulcros se habían abierto a la fuerza del sacudimiento telúrico y había quienes juraban haber visto salir esqueletos que por un instante parecían seres humanos íntegros, e iban acusando a los culpables del deicidio, y que los maldecían.
Los dejo en el atrio del Pretorio donde los dos amigos de Jesús entran sin escrúpulo alguno de contaminarse, y vuelvo al Calvario. Alcanzo a Gamaliel que va subiendo, casi sin aliento, los últimos metros. Sigue golpeándose el pecho; y, cuando llega a la primera de las dos plazoletas, se echa boca abajo -su blancura contrasta con amarillento del suelo- y entre sollozos: "¡La señal! ¡La señal! Dime que me perdonas. Un gemido, sólo un gemido para decirme que me escuchas, que me perdonas."
Creo que piense que Jesús está vivo todavía. Y no cae en la cuenta de ello, sino hasta cuando un soldado, que le pega con la asta, le ordena: "Levántate, y deja de hablar. ¡De nada sirve! Deberías de haberlo pensado antes. ¡Ha muerto! Yo, pagano, te lo aseguro que Este, a quien habéis crucificado, era realmente el Hijo de Dios."
"¿Muerto? ¿Has muerto? ¡Oh!..." Gamaliel levanta su cara aterrorizada, quiere ver más allá, en la cima, en medio de una luz crepuscular. Se convence de que Jesús ha muerto. Ve el grupo piadoso que consuela a María, a Juan llorando de pie, a la izquierda de la cruz, a Longinos de pie, a la derecha, respetuoso.
Gamaliel se arrodilla. Extiende los brazos, lloroso "¡Eras Tú! ¡Eras Tú! No podemos esperar ya perdón. Pedimos que tu Sangre cayese sobre nosotros. Y ahora grita al cielo y él nos maldice... ¡Oh! Pero Tú eres la Misericordia... Yo te lo digo, yo, el rabí envilecido de Judá: "Que tu Sangre, por piedad, caiga sobre nosotros". Rocíanos con ella porque es la única que puede alcanzarnos perdón..." Llora. Luego, poco a poco confiesa su secreto tormento: "Tengo la señal pedida... pero siglos y siglos de ceguedad espiritual se yerguen contra mi vista interior, y contra mi voluntad de estos momentos se levanta la voz de mi pensamiento soberbio de ayer... ¡Piedad de mí! Luz del mundo, de las tinieblas que no te comprendieron envíame un rayo tuyo. Soy el viejo judío fiel con lo que creí que era justicia, pero era error. Soy ahora un desierto desnudo, sin ninguno de los antiguos árboles de esa fe, sin ninguna semilla o tallo de la fe nueva. Soy un desierto seco. Haz el milagro de que nazca una flor que tenga tu nombre, en el pobre corazón de este terco viejo israelita. Penetra Tú en mi pensamiento, esclavo de las fórmulas, Tú que eres el Libertador. Isaías lo ha dicho: "...pagó por los pecadores y sobre Sí tomó los pecados de muchos". ¡Oh, también los míos, Tú, Jesús de Nazaret!..."
Se levanta. Mira la cruz que cada vez más, bajo la luz que es un poco más fuerte, se ve más clara. Luego, se va encorvado, envejecido, aniquilado.
Vuelve el silencio al Calvario, apenas interrumpido por el llanto de la Virgen.
Los dos ladrones, llenos de miedo, no hablan más.
Longinos recibe la orden de entregar el cuerpo
de Jesús y de hacer crurifragio en los otros.
Regresan aprisa Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Pero Longinos, que no se fía mucho, manda a un soldado a caballo donde está el Procónsul para cerciorarse de lo que debe hacer de los dos ladrones. El soldado, a galope, va y regresa con la orden de entregar el cuerpo de Jesús y de hacer el crurifragio en los otros, porque así lo han pedido los judíos.
Longinos llama a los cuatro verdugos, que cobardemente se habían escondido bajo los peñascos, todavía aterrorizados por lo que acaba de suceder. Ordena que acaben a golpes de cachiporra, lo que hacen. Dimas no dice nada. Se le golpea en las rodillas y luego en el corazón. En medio de ambos golpes sale de sus labios el nombre de Jesús. En medio de maldiciones horribles el otro ladrón muere. Su estertor es lúgubre.
Los cuatro verdugos van ahora a atacar el cuerpo de Jesús, y desprenderlo así de la cruz, pero José y Nicodemo no lo permiten.
José mismo se quita el manto, dice a Juan que haga lo mismo y que sostenga las escaleras mientras suben con cuñas y tenazas.
María, temblando, sostenida por las mujeres se pone de pie, se acerca a la cruz.
Los soldados, terminado su oficio, se van. Antes de que Longinos baje más allá de la plazoleta inferior, se vuelve desde su caballo morcillo para ver a la Virgen y al Crucificado. El ruido de los cascos de los caballos, y el de las armas contra los escudos, se hace cada vez más lejano.
La mano izquierda está desclavada. El brazo cae cuan largo que es sobre el cuerpo todavía no del todo separado. Dicen a Juan que también suba, y que deja las escaleras a las mujeres.
Juan sube a la escalera donde antes estaba Nicodemo. Se pasa el brazo de Jesús por su cuello, que le cuelga hasta el hombro, asiéndolo con su brazo y lo agarra en la punta de los dedos para no tocar la horrible abertura de la mano izquierda casi abierta. Cuando los pies son desclavados, fatigosamente, Juan apenas si puede sostener el cuerpo de su Maestro.
La Virgen se sienta junto a los pies de la cruz, dándole la espalda, pronta a recibir a su Hijo sobre las rodillas.
Pero desclavar el brazo derecho es algo difícil. Pese a todos los esfuerzos de Juan, el cuerpo se cuelga hacia adelante y la cabeza del clavo rasga más. Como quieren evitarlo, los dos hombres sacan todas sus fuerzas. Finalmente las tenazas agarran el clavo que poco a poco es extraído.
Juan sigue sosteniendo el cuerpo de Jesús por las axilas, con la cabeza echada sobre la espalda, entre tanto que Nicodemo y José lo sostiene aquel por los muslos, esto por las rodillas y cuidadosamente bajan de la escalera.
Ya en tierra, quieren colocarlo sobre el
lienzo que pusieron sobre sus mantos, pero
la Virgen quiere el cuerpo.
Ya en tierra, quieren colocarlo sobre el lienzo que pusieron sobre sus mantos, pero la Virgen quiere el cuerpo. Se ha descubierto el manto, dejando que caiga por una parte, y se queda con las rodillas más bien abiertas para que sirvan como de cuna a su Hijo.
Los discípulos dan vuelta para entregarle a su Hijo. La cabeza con las espinas cae hacia atrás y los brazos llegan hasta tierra, y tocaría el suelo si la compasión de las mujeres no lo impidiesen.
Ahora está en las rodillas de su Madre... Parece un niño cansado que durmiera recogido sobre el pecho maternal. María lo sostiene con su brazo derecho que le ha pasado por las espaldas, y con el izquierdo que le llega por las caderas para sostenerlo. Lo llama... lo llama con una voz desgarradora. Retira el brazo derecho, lo acaricia con la mano izquierda, junta y extiende las manos pero antes de cruzarlas sobre su pecho, se las besa y lágrimas derrama sobre las heridas. Acaricia sus mejillas, sobre todo donde están más amoratadas e hinchadas. Besa sus ojos sumidos, su boca que ha quedado un tantín torcida y medio cerrada. Quiere arreglarle los cabellos como ya lo hizo con la barba pegajosa de sangre. Al hacerlo, encuentra espinas. Se pica al querer quitar la corona, y no permite que otros le ayuden. Grita: "¡No, no!" y parece como si tuviera entre sus manos la cabeza de un recién nacido. ¡Tanta es su delicadeza! Cuando logra quitar la corona, se inclina a besar todos los rasguños que las espinas le causaron. Con mano temblorosa separa los cabellos desordenados, se los arregla. Llora en silencio. Seca con los dedos sus lágrimas que caen sobre un cuerpo helado y ensangrentado. Piensa limpiar con su llanto y con su velo, que Jesús conserva en su cuerpo. Tira una de las puntas y se pone a limpiar y secar esos santos miembros. Vuelve a acariciar el rostro, las manos, las rodillas ensangrentadas, y luego trata de secar el Cuerpo que baña con lágrimas y más lágrimas.
Ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Grita.
Parece como si una espada abriera su corazón.
Grita, luego se tumba sobre el cuerpo de su Hijo.
Parece como si Ella también hubiera muerto.
Al hacerlo su mano se encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano delgada entra casi toda en la amplia abertura de la herida. María se inclina para ver en medio de la semiluz. Ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Grita. Parece como si una espada abriera su corazón. Grita, luego se tumba sobre el cuerpo de su Hijo. Parece como si Ella también hubiera muerto.
"¿Dónde te pondré, dónde, que esté seguro
y que sea digno de Ti? ".
José , dice: "¡Consuélate! Mi sepulcro es nuevo
y digno de un noble.
Lo entrego a El.
Y mi amigo Nicodemo, que está ya en el sepulcro,
ha traído los aromas, que él ofrece de su parte.
Te ruego que nos permitas hacerlo, porque
la tarde avanza... Es la parasceve
La socorren, la consuelan. Quieren quitarle el cadáver y como Ella grita:"¿Dónde te pondré, dónde, que esté seguro y que sea digno de Ti? ". José inclinado profunda y respetuosamente, con la mano sobre el pecho, dice:"¡Consuélate! Mi sepulcro es nuevo y digno de un noble. Lo entrego a El. Y mi amigo Nicodemo, que está ya en el sepulcro, ha traído los aromas, que él ofrece de su parte. Te ruego que nos permitas hacerlo, porque la tarde avanza... Es la parasceve (palabra griega que significa "preparación", y que se aplicaba a la vigilia del sábado, pues era cuando los hebreos preparaban cuanto creían que fuera necesario para el día del descanso). ¡Permítenoslo, oh Mujer santa!"
También Juan y las mujeres ruegan a María que permita que quiten de sus rodillas el cuerpo. Se levanta angustiada. Mientras lo envuelven suplica: "¡Oh, hacedlo despacio! "
Nicodemo y Juan levantan por la espalda, José por los pies los restos mortales envueltos no sólo en el lienzo, sino también sostenido en los mantos que sirven de camilla, y se ponen en camino.
María baja. La ayudan su cuñada y Magdalena. Detrás vienen Marta, María de Zebedeo y Susana, que han recogido los clavos, las tenazas, la corona, la esponja y la caña. Todos van al sepulcro.
En el Calvario quedan las tres cruces. La de en medio no tiene ya el cuerpo. Las otras dos tienen su vivo trofeo que muere.
XI. 568-591
A. M. D. G.