REGRESO AL CENÁCULO

 


#María se inclina una vez más para besar a su Hijo  

#Se corre la pesada piedra del sepulcro a su lugar.  

#María con un grito se arroja contra la puerta  

#La imposición no es de los benignos, y los humildes no saben proseguir en su soberbia... 

  #se acercan los guardias del Templo  

#Magdalena encuentra la manera de doblegar a la Dolorosa para que obedezca.  

#Se levantan. Salen del huerto semioscuro.  

#José y Nicodemo responden a las acusaciones de los judíos  

#Elquías violentamente se vuelve y va a chocar contra las mujeres. Comprende y pronuncia un soez insulto contra la Virgen. 

  #La ronda romana pregunta quienes son se lo dicen y siguen el camino  

#María anhela la lanza que atravesó a Jesús  

#Llegan al Cenáculo y se despiden de José y Nicodemo  

#María quiere entrar en el Cenáculo y no le dejan 

  #¡Oh, todos los Josés son buenos con María!... José, te doy las gracias. 

#María toca con los puños cerrados la puertecita que está muy bien cerrada, en medio de un paroxismo de dolor.


José de Arimatea apaga una de las antorchas, da una última ojeada, y se dirige a la apertura del sepulcro, llevando encendida una antorcha.

 

María se inclina una vez más para besar a su Hijo

 

María se inclina una vez más para besar a su Hijo, y quiere hacerlo de modo que contenga su pena por respeto a la forma del cadáver, que ya embalsamado, no le pertenece más, pero cuando está cerca del rostro cubierto, no se domina y es presa de una crisis de desconsuelo...

A duras penas la quitan y con mayores la retiran del lecho fúnebre. Ponen otra vez en su lugar las telas desordenadas, y tomándola más bien en peso que sosteniéndola, la retiran. La pobre Madre se ve con el rostro vuelto hacia atrás, para ver a su Jesús que se queda solo en la oscuridad del sepulcro.

Salen al huerto silencioso en medio de la luz crepuscular. Después de la tragedia del Gólgota volvió a aparecer la luz que ahora cede su paso a la noche que va bajando. Y allí, en el tupido ramaje, aunque sin fronda, donde apenas si se ven los capullos de color blanco-rosado de los manzanos, extrañamente en retardo en este huerto de José, mientras en otras partes las flores están abiertas, y hasta unas muestran las minúsculas manzanitas, la penumbra es mayor.

 

Se corre la pesada piedra del sepulcro a su lugar.

 

Se corre la pesada piedra del sepulcro a su lugar. Largas ramas de un rosal enmarañado, que caen de la gruta al suelo, parece como si tocasen a la puerta de piedra y dijesen: "¿Por qué te cierras ante una madre que llora? " Y parece como si llorasen dejando caer sus pétalos rojos, con sus corolas que se extienden sobre la piedra oscura, con los botoncitos cerrados que golpean inútilmente. Pero sobre la puerta sepulcral correrán sangre y llanto.

María, a quien hasta ahora sostiene Juan, se ha calmado suficientemente, se suelta del apóstol y con un grito, que me imagino haya hecho retumbar aun las fibras de los árboles, se arroja contra la puerta, se ase de donde puede de ella para empujarla. Se lastima dedos y uñas sin lograr algo. Hasta con la cabeza hace palanca. Su gemido es el rugido de la leona que desfallece en los umbrales de la trampa donde han sido cogidos sus cachorros. Amorosa y feroz porque es madre.

No se parece en nada a la dulce doncella nazaretana, a la bondadosa mujer hasta ahora conocida. Es la madre. Sólo y sencillamente la madre asida con todas sus fuerzas del cuerpo y del amor por su Hijo. Nadie más que ella es la verdadera "dueña" de esa carne que engendró, la única dueña después de Dios, y no quiere que se el arrebate su propiedad. Es la "reina" que defiende su corona, que es su hijo.

Toda oposición que en treinta y tres años cualquier otra mujer hubiera tenido contra la injusticia del mundo con su Hijo; todos los arrebatos santos y lícitos que cualquier otra madre hubiera tenido durante las últimas horas para herir, para matar con sus manos, con sus dientes a los asesinos de su Hijo, todas estas cosas que por amor al linaje humano Ella había siempre sometido, ahora se revuelven en su corazón, bullen en él y benigna aun en su dolor que la hace delirar, no maldice, no enloquece. Solo pide a la piedra que se haga a un lado, que le de el paso, porque su lugar está allí dentro, donde El está. Solo pide a los hombres, compadecidos de su amor, que le obedezcan y le abran.

Después de haber golpeado y ensangrentado con labios y manos la dura roca, se vuelve, se apoya con los brazos abiertos, agarrando los bordes de la roca, y la Madre Dolorosa llena de majestad que infunde temor, ordena: "¡Abrid! ¿No queréis? Bueno. Aquí mi quedo. ¿Dentro no? Entonces aquí afuera. Aquí está mi pan y mi lecho. Aquí mi lugar. No tengo otro domicilio. Ni quiero más. Idos vosotros. Regresad al mundo que es una pestilencia. Me quedo donde no hay codicia, ni olor a sangre."

"¡No puedes, Mujer!"

"¡No puedes, Madre!"

"¡No puedes, María, querida!"

Tratan de separarle las manos de la roca, atemorizados de aquellos ojos que desconocen, esos ojos duros, imperiosos, vidriosos, fosfóricos.

 

La imposición no es de los benignos, y los humildes

 no saben proseguir en su soberbia...

 

La imposición no es de los benignos, y los humildes no saben proseguir en su soberbia... la vehemencia de su ansia, la majestad en dar órdenes al punto se doblan. Vuelve a tener esa mirada dulce de paloma atormentada. Pierde esa imponencia del mandar; se inclina suplicante, junta sus manos: "¡Oh, dejadme! Por vuestros muertos, por lo que amáis entre los vivos, ¡piedad por una pobre madre!... Oíd... Oíd mi corazón. Quiere paz para no tener este cruel palpitar. Allá arriba lo tuvo. El martillo hacía ¡pum, pum!... y cada golpe hería a mi Niño... y se me clavaba en el cerebro y corazón... tenía la cabeza llena de esos golpes. El corazón me palpitaba como ese ¡pum, pum, pum! en las manos, en los pies de mi Jesús, de mi pequeño Jesús... ¡Mi Niño! ¡Mi Pequeñín!..."

Vuelve a ella la anterior angustia que parecía haberse calmado después de su oración al Padre junto a la mesa de la unción. Lloran todos.

"No quiero oír ni gritos, ni golpes. El mundo está lleno de voces y rumores. Cada vez me parece que sea "el horrible grito" que convirtió en piedras la sangre en mis venas, y cada rumor me parece ser el martillo de sus clavos. No quiero ver caras de hombres. Y el mundo está lleno de los verdugos... los sacerdotes... los judíos... ¡Todos, todos unos asesinos! ¡Largo, largo!... No quiero ver a nadie... En cada hombre hay un lobo y una serpiente. Siento asco, siento miedo del hombre... Dejadme aquí, bajo estos árboles tranquilos, bajo esta hierba florida... Dentro de poco habrán salido las estrellas... Fueron siempre sus amigas y las mías... Ayer por la noche le acompañaron en su agonía solitaria...Conocen ellas tantos cosas...Vienen de Dios... ¡Oh, Dios, Dios!..." Llora y se arrodilla. "Paz, Dios mío. ¡No me quedas más que Tú!"

"Ven, hija. Dios te tranquilizará. Ven. Mañana es el sábado pascual. No podríamos venir a traerte alimentos."

"¡No es necesario! ¡No es necesario! No quiero comida. ¡Quiero a mi Hijo! Se me quita el hambre con el dolor, la sed con mi llanto... Aquí...¿Oís, cómo se queja aquel autillo? Se queja conmigo, y dentro de poco llorarán los ruiseñores. Y mañana, cuando salga el sol, las calandrias y las currucas, y todos los pájaros que El amaba. Las tórtolas vendrán conmigo a golpear esta piedra y a decirle, sí, a decirle: "Levántate, amor mío y ven! Amor mío que estás en las hendiduras de la roca, en la grieta del despeñadero, déjame ver tu rostro, déjame escuchar tu voz". ¡Aaa,  ah, qué digo! ¡También ellos, también aquellos torvos asesinos le hablaron con palabras del Cántico! Sí, venid, hijas de Jerusalén, a ver a vuestro Rey con la diadema con que lo coronó su patria en el día de sus bodas con la muerte, en el día de su triunfo de Redentor."

 

se acercan los guardias del Templo

 

"Mira, María, se acercan los guardias del Templo. Vámonos para que no te ofendan."

"¿Los guardias? ¿Que me ofendan? No. Son unos cobardes. Lo son. Si llevada de mi terrible dolor los atacase, huirían como Satanás ante Dios. Pero me acuerdo de ser María... no los haré mal como lo merecerían. Seré buena... ni siquiera me verán. Y si me viesen y preguntasen: "¿Qué quieres?", les responderé: "Por limosna quiero respirar el aire embalsamado que sale de esa hendidura." Les diré: "En nombre de vuestra madre". Todos han tenido una madre... aun el mismo ladrón compasivo lo dijo..."

"Pero esos son peores que los ladrones. Te insultarán."

"¡Oh!...¿Hay acaso un insulto que este día no haya yo saboreado?"

Magdalena encuentra la manera de doblegar a la Dolorosa para que obedezca. "Tú eres buena, santa. Crees, y eres fuerte. ¿Pero nosotros qué somos?... ¡Lo estás viendo! Los más han huido. Los restantes tienen miedo. La duda, que nos muerde, nos doblaría. Tú eres la Madre. Tienes no sólo el deber y derecho sobre tu Hijo, sino también sobre lo que es de tu Hijo. Debes volver con nosotros, entre nosotros, para acogernos, asegurarnos, infundirnos tu fe. Después de que justamente nos reprochaste nuestro pavor y falta de fe, dijiste: "Más fácil le será a El resucitar, si está libre de estas inútiles vendas". Yo te digo: "Si logramos reunirnos en la fe en su resurrección, más pronto resucitará. Lo llamaremos con nuestro amor..." Madre, Madre de mi Salvador, regresa con nosotros, tú, amor de Dios, para darnos este amor tuyo. ¿Quieres que se pierda nuevamente la pobre María de Mágdala que El con tanta compasión salvó?"

"No. Me lo reprocharía. Tienes razón. Debo volver... buscar a los apóstoles... a los discípulos.. a los familiares... a todos... Decir... decir: creed. Decir: El os perdona... ¿A quién ya se lo dije? ¡Ah, a Iscariote!...Es necesario... sí, es necesario buscarlo también a él... porque él es el mayor pecador..." María se queda con la cabeza inclinada sobre el pecho. Tiembla como por asco, y luego añade: "Juan: lo buscarás. Me lo traerás. Debes hacerlo. Lo debo hacer, Padre. También esto hágase por la redención del linaje humano. Vámonos."

 

Se levantan. Salen del huerto semioscuro.

 

Se levantan. Salen del huerto semioscuro. Los guardias los ven salir sin decirles cosa alguna.

El camino polvoriento y deshecho por la onda de gente que lo recorrió y golpeó con sus pisadas, con sus piedras y garrotes, hace una curva alrededor del Calvario para llegar al camino principal que es paralelo a las murallas. Las huellas de lo que pasó son mucho más aquí. Dos veces María grita y se inclina buscando en la poca luz el suelo, porque le ha parecido ver sangre y piensa que sea la de Jesús. Pero no son más que trapos tirados en la confusión de la fuga, por lo que creo.

El arroyuelo que corre a lo largo del camino quedamente murmura en medio del gran silencio que reina por doquier. Parece como si hubiera sido abandonada la ciudad, por el silencio que de él está preñada. Frente al arroyuelo está la puerta Judiciaria. Antes de que María entre por ella, se vuelve a mirar la cima del Calvario... y llora amargamente. Luego dice: "Vamos. Pero llevadme vosotros. No quiero ver a Jerusalén, sus caminos, sus habitantes."

"Sí, sí, démonos prisa. Van a cerrar las puertas. ¿Lo ves? La guardia doble ronda. Roma teme alborotos."

"Tiene razón. Jerusalén es una cueva de tigres. Es una tribu de asesinos. Una gavilla de ladrones. Y no sólo alargan sus colmillos rapaces estos usurpadores a las propiedades, sino a las vidas mismas. Hace treinta y dos años que han puesto asechanzas a la vida de mi Niño... Apenas sabía decir "Mamá" y a dar los primeros pasos; a reírse con los pocos dientecitos que se veían por entre sus labios de pálido coral, cuando fueron a degollarlo... Han dicho ahora que El blasfemó, que violó el sábado, que excitó a la revuelta, que ambicionó el trono, que pecó con mujeres... ¿Pero entonces qué había hecho? ¿Qué blasfemia podía haber pronunciado si apenas lograba llamarme a mí, Madre? ¿Cómo podía haber violado la ley, si El, el eterno Inocente, era también el pequeño inocente del hombre? ¿Que revuelta podía haber suscitado si ni siquiera sabía hacer un capricho? ¿Qué trono ambicionaba? Tenía El su trono en la tierra y en el Cielo, y no pedía otra cosa. En el Cielo tenía el seno del Padre; en la tierra mi seno. Jamás tuvo una mirada sexual, y podéis decirlo vosotras jóvenes y bellas. Pero entonces, pero entonces... no hacía más que dormir y comer y cortejaba, sí, cortejaba pero a mis tibios pechos para poner sobre ellos su carita y dormirse, y cortejaba la mama redonda de donde brotaba mi amor transformado en leche... ¡Oh, Hijo mío!...¡Y querían matarte! ¡Querían arrebatarte la vida! Es lo que querían. A la Madre el Hijo; el Hijo a la Madre para convertirnos en los más miserables y desgraciados del universo. ¿Qué motivo había de quitar al Vivo la vida? ¿Qué motivo para arrogaros el derecho de quitar esto que es la vida: ya se trata de la flor, del animal o del hombre? Nada os pedía mi Jesús. No os pedía dinero, ni joyeles, ni casas. Tenía una: pequeña y santa, y la había abandonado por amor a vosotros, hombres-hienas. Lo que tiene el animal más pequeño lo había renunciado por vosotros, y caminó pobre y solitario por el mundo sin tener más el lecho que le había hecho el Justo, sin tener más el pan que le hacía su Mamá, y había dormido donde podía y había comido lo que tenía a las manos. Como hijo del hombre, en las casas de los buenos; o sobre la hierba de los prados, contemplando las estrellas. Sentado a una mesa, o compartiendo con las avecillas de Dios los granos de trigo, y la frutilla de la zarza selvática. Nada os pedía. Antes bien os daba. Quería solo la vida para dárosla con su palabra. Más vosotros, y tú Jerusalén, le quitasteis la vida. ¿Te has llenado de su Sangre y de su Carne? ¿Estás satisfecha? ¿Todavía no te llenas? ¿Y quieres,¡hiena! que antes fuiste vampiro y buitre, alimentarte de su cadáver? ¿No estás todavía satisfecha de sus insultos y tormentos? ¿Quieres todavía herir y gozar destrozando sus despojos, volver a ver sus contracciones involuntarias musculares, sus temblores, sus sollozos, sus convulsiones en mí, en mí que soy la Madre del que habéis matado? ¿Hemos llegado? ¿Por qué os detenéis? ¿Qué tiene que ver ese hombre con José? ¿Qué le dice?"

 

José y Nicodemo responden a las acusaciones 

de los judios

 

José se había detenido con uno de los pocos caminantes, y en el silencio completo de la ciudad desierta se oyen muy bien sus palabras.

"Todos saben que entraste en la casa de Pilatos, profanador de la Ley. Darás cuenta de ello. ¡La pascua se te prohíbe! Estás contaminado."

"También tú, Elquías. Me has tocado y estoy cubierto todo de la sangre del Mesías y de su sudor mortal."

"¡Ay, horror! ¡Lejos! ¡Esa sangre, lejos!"

"No tengas miedo. Ya te abandonó. Y te maldijo."

"También tú eres un maldito. Y no vayas a pensar, ahora que andas del brazo con Pilatos, que podrás substraer el cadáver. Ya hemos tomado nuestras providencias para esta jugada tuya."

Nicodemo poco a poco se ha acercado mientras las mujeres se han detenido con Juan yendo hacia el fondo de un portal cerrado.

"Hemos visto" responde José. "¡Bellacos! ¡Tenéis miedo aun de un muerto! Pero de mi huerto y de mi sepulcro hago lo que me plazca."

"Lo veremos."

"Lo veremos. Apelaré a Pilatos."

"Sí. Fornica ahora con Roma."

Nicodemo da un paso adelante: "Mejor con Roma que con el demonio, que con vosotros, ¡deicidas! Por otra parte, dime, ¿cómo es que te sientes con alas? Hace poco huías presa de terror. ¿Se te está ya pasando? ¿No te basta lo que tuviste? ¿No se incendió una casa tuya? ¡Tiembla! El castigo no ha terminado, sino que se acerca. Como la Némesis (diosa de la venganza, que castiga los crímenes más horribles, según la mitología pagana.) de los paganos está amenazándote. Ni guardias, ni sellos impedirán al Vengador de levantarse y castigar."

"¡Maldito!" Elquías violentamente se vuelve y va a chocar contra las mujeres. Comprende y pronuncia un soez insulto contra la Virgen.

Juan no dice ni una palabra. De un brinco de pantera se le echa encima y lo arroja por tierra, apretándolo con las rodillas, las manos enclavadas en su garganta. Le grita: "Pídele perdón o te estrangulo, demonio." Y no suelta a Elquías sino hasta cuando éste, oprimido y medio estrangulado, grita: "Perdón".

 

La ronda romana pregunta quienes son se lo 

dicen y Siguen el camino

 

Pero su grito atrae a la ronda. "¡Alto ahí! ¿Qué pasa? ¿Otras revueltas? Quietos todos o sois muertos. ¿Quiénes sois?"

"José de Arimatea y Nicodemo, a quienes el Procónsul dio licencia de sepultar al Nazareno, y regresamos del sepulcro con su Madre, el hijo, familiares y amigas. Este ofendió a su Madre y fue obligado a pedir perdón."

"¡Eso sólo! Debías haberlo degollado. Idos. ¡Soldados, arrestad a éste! ¿Qué otra cosa quieren estos vampiros? ¿Hasta el corazón de las madres? ¡Salve, judíos!"

"¡Qué horror! No son más humanos... Juan, sé bueno con ellos. Acuérdate del mío y de tu Jesús. El predicó el perdón."

"Estás en lo cierto, Madre. Pero son unos criminales y no logro controlarme. Son unos sacrílegos. Te ofenden. Y esto no puedo permitirlo."

 

María anhela la lanza que atravesó a Jesús

 

"Son unos criminales, es verdad. Lo saben. Mira cuán pocos hay por las calles. Y esos pocos cuán esquivos son. Después de su delito los criminales tienen miedo. Verlos huir de ese modo, entrar en sus casas, cerrarse con pasadores por miedo, me causa terror. A todos los creo culpables del deicidio. Mira, María, a ese viejo. Ya besa con la frente su sombra y con todo, ahora que la luz de esa puerta que se ha abierto lo ilumina, me parece haberlo visto desfilar acusando a mi Jesús, allá arriba, en el Calvario... Lo llamaba ladrón... ¡Ladrón a mi Jesús!... Aquel jovencillo, que parece todavía niño, lanzaba asquerosas blasfemias invocando sobre sí su Sangre...¡Oh, infeliz!...¿Y qué? ¿Tan musculoso y fuerte, no habrá dejado de pegarle? ¡No quiero ver! Mirad: en la cara que tienen resaltada la del alma y... no tienen más apariencia de hombres, sino de demonios... Valientes contra Jesús que llevaban atado, contra El cuando lo vieron crucificado... Y ahora huyen. Se esconden. Ponen la cerradura en sus casas. Tienen miedo. ¿De quién? De un muerto. Para ellos es esto, puesto que niegan que sea Dios. ¿De quién tienen, pues, miedo? ¿Ante quién cierran sus puertas? Al remordimiento. Al castigo. Pero de nada sirve. El remordimiento os sigue. Os seguirá para siempre. El castigo no es humano. De nada sirven cerraduras y palos, puertas y barrotes para defenderse de él. Baja del cielo, de Dios, que venga a su Hijo sacrificado, y penetra más allá de las murallas, de las puertas, y con su llama celestial os marca para el castigo sobrenatural que os está esperando. El mundo se acercará al Mesías, al Unigénito de Dios y mío, que habéis atravesado con clavos, pero vosotros seréis marcados para siempre, vosotros Caínes de un Dios, marcados como el oprobio del linaje humano. Yo que nací de vosotros, que soy Madre de todos, debo afirmar, que para mí, vuestra hija, habéis sido más que padrastros, y que entre mis hijos, sois los que más costáis trabajo para aceptaros, porque os habéis ensuciado con el crimen que habéis cometido en mi Hijo. Y no queréis decir: "Eres el Mesías. Te reconocemos y adoramos". Pero he ahí la ronda romana. El Amor no está ya en la tierra. La Paz no existe entre los hombres. El odio y la guerra se agitan como antorchas humeantes. Los dominadores tienen miedo de la multitud desencarnada. Saben por experiencia que cuando esa fiera que se llama hombre, ha saboreado sangre, se exacerba su ferocidad... Pero no tengáis miedo a esos. No son leones ni panteras reales. Son vilísimas hienas. Se echan sobre el inerme cordero, pero tienen miedo del león armado de lanzas y autoridad. No tengáis miedo a estos viles chacales. Vuestro paso de hombres valientes los pone en fuga y el brillo de vuestras lanzas los hace más cobardes que conejos. ¡Esas lanzas! Verlas es sentir una flecha en mi corazón... Y sin embargo quisiera tenerlas entre mis manos que tiemblan, para ver cuál es la que todavía tiene huellas de sangre y decir: "¡Es esta! ¡Dámela, soldado! Dala a una madre por amor a tu madre que está lejos, y yo rogaré por ella y por ti". Ningún soldado me la negaría, porque esos, hombres de guerra, fueron mejores durante la agonía de mi Hijo y mía. Oh, ¿por qué allá arriba no pensé en esto? Me sentía como si alguien me hubiera golpeado la cabeza. Me la habían atontado esos golpes...¡Oh esos golpes! ¿Quién me asegura que no los sienta más en mi pobre cabeza? La lanza...¡Cómo quisiera tenerla!..."

"Podemos buscarla, Madre. El centurión se mostró muy bueno con nosotros. Creo que no me la negará. Iremos mañana."

"Sí, sí, Juan. Soy pobre. No tengo mucho dinero. Pero me despojaré hasta de lo último para comprarla...¿Como no la pedí antes?"

"María, nadie se percató de cuando lo hirieron... Cuando caíste en la cuenta de ella, los soldados ya se habían ido."

"Es verdad... Estoy tonta del dolor. ¿Y los vestidos? ¡No tengo nada de El! Daría mi sangre por poseerlos..." María llora nuevamente desconsolada.

De este modo llegan a la calle donde está el Cenáculo. Y a tiempo porque está agotada. Se arrastra como una decrépita. Lo dice.

"Un poco más. Ya llegamos."

 

Llegan al Cenáculo y se despiden de José y Nicodemo

MARÍA QUIERE ENTRAR EN EL CENÁCULO Y NO LE DEJAN

 

"¿Hemos llegado? ¿Tan corto ha sido el camino que esta mañana me pareció tan largo? ¿Esta mañana? ¿Fue esta mañana? ¿No hace más? ¿Cuántas horas o cuantos siglos han pasado desde que entré ayer tarde, y desde que salí esta mañana? ¿Soy de veras yo, la mujer cincuentona o una vieja cargada de años, una mujer de espaldas encorvadas y de cabeza cana? Me parece haber vivido todo el dolor del mundo y que pesa sobre mis espaldas que se doblan bajo su peso. Cruz inmaterial, pero, ¡cuán pesada! De piedra. Tal vez más pesada que la de mi Jesús. Porque yo cargo la mía y la suya con el recuerdo de su angustia y con la realidad de la mía. Entremos, pues debemos entrar. Pero no es una consolación: es un aumento de dolor. Por esta puerta entró mi Hijo para su última cena. Por esta salió para ir a la muerte. Se vio obligado a poner su pie, donde el traidor lo había puesto, cuando fue a llamar a los que lo aprehendieron. En frente de aquella salida vi a Judas...¡Vi a Judas! No lo maldije. Le hablé con corazón de una madre adolorida. Angustiada por el Hijo bueno y por el hijo malo... ¡Vi a Judas!¡Vi al demonio en él! Yo, que siempre he tenido a Lucifer bajo mi calcañal, que siempre he mirado sólo a Dios, que jamás he bajado mis ojos para verlo, lo conocí al mirar la cara del traidor. Hablé con el demonio... Y huyó porque no soporta mi voz. ¿Lo habrá dejado ya de modo que pueda hablar a ese muerto, y yo, la Madre, vuelva a concebirlo con la sangre de un Dios para parirlo a la gracia? Juan, júrame que lo buscarás y que no serás cruel con él. No lo soy ni aun cuando tengo razón... Dejadme entrar en esa sala donde mi Jesús cenó por última vez. Donde la voz de mi Niño pronunció en paz sus últimas palabras."

"Sí. Iremos, pero por ahora, mira, ven aquí, donde estuvimos ayer. Descansa. Despídete de José y Nicodemo que se retiran."

"Sí. Hasta pronto. Os lo agradezco. Os bendigo."

"Pero ven, ven. Lo harás con más calma."

"No. Aquí. José... ¡Oh, no he conocido a nadie que lleve este nombre que no me haya amado!..."

María de Alfeo prorrumpe en llanto.

"No llores... También José por amor, tu hijo se ha equivocado. Quería darme una tranquilidad humana...¡Pero ahora!...¡Lo he visto!...¡Oh, todos los Josés son buenos con María!... José, te doy las gracias. Y también a ti, Nicodemo... Mi corazón se postra a vuestros pies cansados por el largo camino que hicieron por El... por las últimas honras tributadas a El... Yo no tengo más que mi corazón que daros... y os lo doy, amigos leales de mi Hijo... y... perdonad a una madre adolorida las palabras que os dijo en el sepulcro..."

"¡Oh, Santa! ¿Tú debes perdonarnos!" contesta Nicodemo.

"Cálmate ahora. Descánsate en tu fe. Mañana vendremos" añade José.

"Sí. Vendremos. Estamos a tus órdenes."

"Mañana es sábado" objeta la dueña de la casa.

"El sábado ha muerto. Vendremos. Hasta pronto. El Señor esté con vosotros" y se van.

"Ven, María."

"Sí, Madre, ven."

"No. Abrid. Me lo prometisteis después de que yo hubiera dado las gracias. ¡Abrid esta puerta! No podéis cerrarla a una madre que quiere aspirar en el aire el olor del aliento, del cuerpo de su hijito. ¿No sabéis que yo fui quién le dio ese aliento y ese cuerpo? ¿Yo que lo llevé nueve meses, que lo di a luz, le di de mamar, lo eduqué, lo cuidé? Ese aliento es mío. Ese olor a cuerpo es mío. Es el mío, hecho más bello en mi Jesús. Dejadme sentirlo una vez más."

"Así será, pero mañana. Ahora estás cansada. Ardes en fiebre. No puedes. Estás mal."

"Sí, mal. Pero se debe a que tengo en los ojos la vista de su Sangre y en mis narices el olor de su cuerpo llagado. Quiero ver la mesa donde vivo y sano se apoyó, que sienta el perfume de su cuerpo juvenil. ¡Abrid! ¡No me lo enterréis una tercera vez! Me lo ocultasteis bajo los aromas y las vendas, luego me lo encerrasteis con una piedra. Ahora ¿por qué?, ¿por qué negar a una Madre que encuentre las últimas huellas de El en el aliento que dejó más allá de esta puerta? Dejadme entrar. Buscaré por tierra, en la mesa, en el asiento, las huellas de sus pies, de sus manos. Las besaré, las besaré hasta que se me acaben los labios. Buscaré... buscaré... tal vez encontraré un cabello de su rubia cabeza. Uno que no esté sucio de sangre. ¿Pero sabéis qué significa para una madre el cabello de un hijo? Tú, María de Cleofás, tú, Salomé, sois madres. ¿No comprendéis?¡Juan, Juan, escúchame! Soy madre para ti. El así lo quiso. ¡El! Me debes obedecer. ¡Abre! Te amo, Juan. Siempre te he amado porque lo amabas. Te amaré mucho más todavía. Pero abre. Abre te digo. ¿No quieres? ¿No quieres? ¡Ah, no tengo, pues, hijo! Jesús nada me negó. Porque era mi hijo. Tú te rehúsas. No eres tal. No comprendes mi dolor... Oh, Juan, perdona... perdona... Abre... No llores... Abre...¡Oh Jesús!¿Jesús, escúchame!... Tu espíritu obre un milagro. ¡Abre a tu pobrecita Mamá esta puerta que nadie quiere abrir!¡Jesús, Jesús!"

María toca con los puños cerrados la puertecita que está muy bien cerrada, en medio de un paroxismo de dolor. Se pone más pálida. Entre dientes murmura: "¡Oh Jesús mío! ¡Voy, voy!" Cae sin fuerzas en los brazos de las mujeres que lloran, y que la sostienen para que no dé contra el suelo. La llevan a la habitación de enfrente.

XI. 601-610

A. M. D. G.