LA GLORIFICACIÓN
LA MAÑANA DE LA RESURRECCIÓN
#Magdalena reprocha a Pedro su actitud
#¿Crees que me haya perdonado de haberme entregado completamente a la lujuria? No.
#"Yo, después de María, soy la que más creo.
#"La Virgen insiste: "Es mi deber. Siempre yo tuve cuidado de Él. Torno a ser su sierva."
#Yo, Madre, con tu perfecto amor y con el mío pleno, embalsamaré a mi Rey amado."
#Juan pregunta a María que le debe decir a Pedro
Las mujeres vuelven a ocuparse de los aceites que, en la noche, debido al fresco del patio, se han hecho una masa espesa.
Juan y Pedro creen que estaría mejor si se pusiera en orden el Cenáculo, limpiando la vajilla, y después poner otra vez todo, como si apenas hubiera terminado la cena.
"El lo ha dicho" dice Juan.
"También dijo: "¡No durmáis"! Lo mismo que: "No seas soberbio, Pedro. Ten en cuenta que la hora de la prueba está por venir". Y... y añadió: "Tú me negarás..." " Pedro llora de nuevo mientras añade con negro dolor: "¡Y yo renegué de Él!"
"¡Basta Pedro! Ya has tornado. ¡Basta de atormentarte!"
"Jamás, jamás bastará. Aunque llegara a ser viejo como los primeros patriarcas, aunque viviese setecientos o novecientos años como Adán y sus primeros descendientes no olvidaré jamás esta pena."
"¿No confías en su misericordia?"
"Sí. Si no confiase, seria como Iscariote, un desesperado. Pero aunque me perdone desde el seno del Padre a donde ha tornado, yo no me perdono. ¡Yo, yo! Yo que dije: "No lo conozco", porque en esos momentos era peligroso conocerlo, porque tuve vergüenza de ser su discípulo, porque he tenido miedo del tormento... El marchó a la muerte y yo... pensé en salvar mi vida, y para esto lo rechacé como rechaza una mujer pecadora el fruto de su seno, después de haberlo dado a luz, porque es peligro para ella, y lo hace antes de que regrese su marido que no sabe nada. He sido peor que una adúltera... peor que..."
Magdalena reprocha a Pedro su actitud
Magdalena atraída por los gritos entra. "No hagas tanto ruido. María te está oyendo. ¡Está tan agotada! No tiene fuerzas para nada y todo le hace mal. Tus gritos inútiles y tontos vuelven a recordarle lo que habéis sido..."
"¿Ves? ¿Lo ves, Juan? Una mujer puede hacerme callar. Y tiene razón, porque nosotros los varones, los consagrados al Señor, no hemos sabido más que mentir o huir. Las mujeres han sido valientes. Tú, joven y puro que pareces una mujercilla, tuviste el valor de quedarte. Nosotros, nosotros, los fuertes, los hombres, huimos. ¡Oh, qué desprecio debe tener el mundo de mí! ¡Dímelo, dímelo, mujer! ¡Tienes razón! Ponme tu pie sobre la boca que mintió. Ponla bajo la suela de tu sandalia, donde habrá un poco de su sangre. Y solo esa sangre mezclada con el polvo del camino podrá perdonarme un poco, podrá dar un poco de paz al renegador. ¡Debo acostumbrarme al desprecio del mundo! ¿Qué soy yo? Decídmelo: ¿Qué soy?"
"¡Eres un gran soberbio!" le contesta calmadamente Magdalena. "¿Te duele? Puede ser. Pero tú crees que de las diez partes de tu dolor, cinco, para no ofenderte con decir seis, proceden del dolor de poder ser despreciado. Si continúas chillando, haciendo tonterías como una estúpida mujercilla, de veras que te despreciaré. Lo hecho, hecho está. Los gritos necios no pueden reparar nada, ni anular algo. No hacen más que atraer la atención y mendigar una piedad que no merecen. Sé varón en tu arrepentimiento. No chilles. Yo... tú sabes lo que fui... Pero cuando comprendí que era más despreciable que un vómito, no me entregué a convulsiones. Lo hice públicamente. Sin pedir excusas, sin dármela. ¿El mundo me iba a despreciar? Tenía la razón. Lo merecía. El mundo decía: "¿Un nuevo capricho de la prostituta?" ¿Y el seguir a Jesús lo llamaba con una blasfemia? Tenía razón. El mundo no podía olvidar mi conducta anterior, que justificaba todo lo que se pensaba de mí. ¿Y qué? El mundo ha tenido que convencerse que María no era más pecadora. Con los hechos he convencido al mundo. Haz también tú lo mismo, y cállate."
"Eres dura, María" objeta Juan.
¿Crees que me haya perdonado de haberme
entregado completamente a la lujuria? No.
Pero no lo digo más que a mí misma, y siempre
me lo repetiré.
Moriré con este secreto sentimiento de haber sido
la corruptora de mi misma, en medio
de un dolor inconsolable, de haberme profanado
y de no haber podido dar a Él
sino un corazón pisoteado...
"Más para conmigo que para con los otros. Lo reconozco. No tengo la mano tan suave como la tiene la Madre de Jesús. Ella es el amor. Yo... he despedazado mi pasión con el azote de mi querer. Y lo haré más. ¿Crees que me haya perdonado de haberme entregado completamente a la lujuria? No. Pero no lo digo más que a mí misma, y siempre me lo repetiré. Moriré con este secreto sentimiento de haber sido la corruptora de mi misma, en medio de un dolor inconsolable, de haberme profanado y de no haber podido dar a Él sino un corazón pisoteado... Mira... he trabajado más que todos en la preparación de los bálsamos... Y con más valor que las otras lo descubriré... ¡Oh, Dios, cómo estará ya! (Magdalena palidece al sólo pensarlo). Lo cubriré con nuevos bálsamos, quitando los que de seguro estarán ya fétidos sobre sus numerosas heridas... Lo haré, porque las otras parecerán clemátides después de un aguacero... Pero siento pena hacerlo con estas manos mías que regalaron tantas caricias lascivas, de acercarme con este cuerpo mío manchado junto a su santidad... Quisiera... Quisiera tener la mano de la Madre Virgen para hacer la última unción..."
Llora ahora despacio, sin estremecimientos. ¡Cuán diversa es de la Magdalena teatral que nos presentan! Es el mismo llanto sin ruido en que prorrumpió el día en que la perdonó Jesús en casa del fariseo.
"¿Dices tú que... tendrán miedo las mujeres?" le pregunta Pedro.
"No... Pero perderán su serenidad ante su cuerpo ciertamente ya corrupto... hinchado... negro. Y luego, esto es verdad, tendrán miedo de los guardias."
"¿Quieres que vayamos con vosotras Juan y yo?"
"¡Ah, eso no! Nosotras todas vamos, porque fuimos las que estuvimos allá arriba. Por esto es justo que todas estén alrededor de su lecho de muerte. Tú y Juan quedaos aquí. Ella no puede quedarse sola..."
"¿No va Ella?"
"No queremos que vaya."
"Está segura que resucitará... ¿Y tú?"
"Yo, después de María, soy la que más creo.
"Yo, después de María, soy la que más creo. Siempre he creído que pude suceder así. El lo ha dicho. El nunca miente... ¡El!... Antes lo llamaba Jesús, Maestro, Salvador, Señor... Ahora, ahora me lo imagino tan majestuoso que no, que no me atreveré a darle un nombre... ¿Qué le diré cuando lo vea?"
"¿Pero crees que resucitará?..."
"¡No hay duda! Con seguiros diciendo que creo y con el oíros decir que no creéis, terminaré también como vosotros. He creído y sigo creyendo. He creído y desde hace tiempo le tengo preparada la vestidura. para mañana, porque mañana es el tercer día, se la llevará. La tengo a la mano..."
"¡Acabas de decir que estará negro, hinchado, feo!"
"Feo jamás. Feo es el pecado. ¡Sí!, estará negro. ¡Y qué! ¿Lázaro no estaba ya corrupto?, y con todo resucitó. Su cuerpo quedó curado. ¡Pero si lo afirmo!... No digáis nada, ¡vosotros faltos de fe! También dentro de mí la razón humana me dice: "Ha muerto y no resucitará". Pero mi espíritu, "su" es píritu, porque El me dio un nuevo espíritu, grita, y parecen ser toques de trompetas doradas que dijeren: "¡Resucita! ¡Resucita! ¡Resucita!" ¿Por qué me arrojáis cual navecilla contra los arrecifes de vuestras dudas? ¡Yo creo! ¡Creo, Señor mío! Lázaro con profunda pena ha obedecido al Maestro y se ha quedado en Betania... Yo que sé quién es Lázaro de Teófilo: un valiente, no un cobardón, puedo medir su sacrificio de quedarse a la sombra y de no estar junto al Maestro. Pero ha obedecido. Más heroico obedeciendo de este modo qu si lo hubiera arrancado de sus enemigos con las armas. He creído y creo. Y estoy aquí, en su espera. Dejadme ir. Se levanta el día. Tan pronto podamos ver mejor, iremos al sepulcro..."
Magdalena con su cara quemada del llanto se va. Va a donde la Virgen.
"¿Qué le pasó a Pedro?"
"Una crisis de nervios. Ya se le pasó."
"No seas dura, María. El sufre."
"También yo sufro, pero no te he pedido ni siquiera una caricia. A él ya lo has curado... Y sin embargo yo pienso que la que necesita de ayuda eres tú, ¡Madre mía, santa, hermosa! Ten ánimos... Mañana es el tercer día. Nos encerraremos aquí dentro, nosotras dos, las dos que lo amamos tanto. Tú, la Enamorada santa, yo la pobre enamorada... que me esfuerzo en serlo. Lo esperaremos... A los que no creen los echaremos de aquella parte... Traeré aquí muchas rosas... Voy a hacer que traigan hoy esas cosas horribles! No las debe ver nuestro Resucitado... Muchas rosas... Tú te pondrás un nuevo vestido... No debes estar así. Te peinaré, te lavaré ese rostro que el llanto ha desfigurado. Joven eterna, te haré madre... Finalmente tendré el consuelo de cuidar de alguien que es más inocente que un recién nacido." Magdalena con su exhuberancia cariñosa aprieta contra su pecho la cabeza de María que está sentada, la besa, la acaricia, le compone los cabellos detrás las orejas, le seca las lágrimas que siguen bajando por su vestido...
Entran las mujeres con lámparas, ánforas y vasos de bocas anchas. María de Alfeo lleva un mortero pesado.
"No se puede esta afuera. Hace viento y se apaga la lámpara" dice.
Se hacen a un lado. Ponen sobre una mesa larga, no ancha, todas sus cosas y luego dan un vistazo a los bálsamos, mezclando en el mortero, con polvo blanco que secan a puños de un costalito, la pesada crema de las esencias. Hacen la mezcla trabajando con ahínco y luego llenan un vaso grande. Lo ponen en el suelo. Hacen lo mismo con otro. Perfumes y lágrimas caen sobre las resinas.
Magdalena dice: "No esperaba haberte preparado esta unción." Porque ha sido la que ha dirigido la preparación de los perfumes, tan fuertes que abren la puerta y un poco la ventana que da al jardín, que apenas se distingue.
Todas lloran después de las palabras de Magdalena
Han terminado. Todos los casos están llenos.
Salen con las ánforas vacías, el mortero que no utilizarán, con muchas lámparas, de las cuales quedan dos en la habitación, que con sus llamitas tímidas, parecen temblorosas.
Vuelven a entrar las mujeres. Cierran la ventana porque el amanecer es un poco frío. Se ponen los mantos, y toman las bolsas en que meten los vasos de bálsamo.
María se levanta y busca su manto, pero todas la rodean persuadiéndola a que no vaya.
"No puedes estar de pie, María. Hace dos días que no tomas nada de alimento. Y sólo has bebido un poco de agua."
"Cierto, Madre. Vamos y pronto terminaremos. Regresamos inmediatamente."
"No tengas miedo. Lo embalsamaremos como a un rey. ¡Mira que bálsamos preciosos hemos preparado! ¡Y cuánto!..."
"No dejaremos miembro o herida. Lo haremos con nuestras propias manos. Somos fuertes y somos madres. Lo pondremos como se pone a un niño en la cuna. Los otros no tendrán que hacer sino cerrar su sepulcro.
"La Virgen insiste: "Es mi deber. Siempre
yo tuve cuidado de Él. Torno a ser su sierva."
La Virgen insiste: "Es mi deber. Siempre yo tuve cuidado de Él. Sólo en estos tres años que fue del mundo, lo cedí a los demás cuando estaba lejos de mí. Ahora que el mundo lo ha rechazado y renegado de Él, nuevamente es mío. Torno a ser su sierva."
Al umbral se han asomado Pedro y Juan sin que las mujeres los vieran. Pedro al oír las últimas palabras se va. Se esconde en un rincón a llorar su pecado. Juan no se mueve, pero no protesta. Quisiera ir también él, pero hace el sacrificio de quedarse junto a la Virgen.
Magdalena lleva nuevamente a María a su asiento. Se le arrodilla, la abraza en las rodillas, levantando su cara dolorosa y enamorada. Le dice: "El sabe y ve todo con su Espíritu. Pero a su cuerpo le diré tu amor, tu deseo con besos. Sé lo que es el amor. ¡Sé qué amargo aguijón es! ¡Qué hambre es! Qué nostalgia de estar con quien para nosotros es el amor. Y esto aun en los viles amores que parecen oro, y no son más que fango. Ahora que la pecadora sabe lo que es el amor santo por la misericordia viviente, que los hombres no han logrado amar, mucho mejor puede comprender qué cosa sea tu amor, Madre. Sabes que yo sé amar. Sabes que El lo ha dicho, cuando nací verdaderamente en aquella tarde, allá en las riberas de nuestro lago sereno, que yo sé amar mucho. Ahora este grandísimo amor mí, como agua que se desborda de una aljofaina, como rosal en flor que cae de un alto muro, como llama que, encontrando yesca, más aumenta, se ha desbordado sobre El, y de El que es Amor, ponerse en su lugar en la cruz... Pero lo que por El no he podido hacer -padecer, sangrar, morir en su lugar, entre las befas de todo un mundo, feliz, feliz, feliz de sufrir en su lugar, estoy cierta que hubiera ardido el hilo de mi pobre vida más por el amor triunfante que por el patíbulo infame, y habría nacido de las cenizas la nueva cándida flor de una vida pura, virginal, ignorante de todo que no fuere Dios- todo lo que no he podido hacer por El, lo puedo hacer por ti aún... Madre a quien amo con todo mi corazón. Ten confianza en mí. Yo que supe tan dulcemente acariciar en la casa de Simón el fariseo sus santos pies, ahora, con mi alma que siempre se asoma a la gracia, sabré mucho mejor acariciar sus santos miembros, curar sus heridas, embalsamarlas más con mi amor sacado de mi corazón oprimido del amor y del dolor, que con los ungüentos. Y la muerte no tocará esos miembros que tanto amor manifestaron y tanto reciben. Huirá la muerte, porque el Amor es más fuerte que ella. El Amor es invencible. Yo, Madre, con tu perfecto amor y con el mío pleno, embalsamaré a mi Rey amado."
María besa a esta apasionada discípula que ha sabido encontrar a quien merece esta compasión y que cede a sus súplicas.
Las mujeres salen llevando una lámpara. En la habitación queda otra. La última en salir es Magdalena, después de haber dado un último beso a la Virgen.
La casa queda oscura y silenciosa. La calle está solitaria.
Juan pregunta: "¿De veras no me necesitáis?"
"No. Puedes servir aquí. Hasta pronto."
Juan regresa donde María. "No quisieron que las acompañara..." murmura despacio.
"No te preocupes. Esas van donde Jesús, y tú te quedas conmigo, Juan. Oremos juntos un poco. ¿Dónde está Pedro?"
"No sé. Por ahí ha de estar... No lo veo. Es... Creía yo que era más fuerte... También yo estoy afligido, pero él..."
"Tienen en el corazón dos dolores. Tú uno solo. Ven. Oremos también por él."
María recita lentamente el "Padre nuestro". Acaricia a Juan y le dice: "Ve donde Pedro. No lo dejes solo. Ha estado tanto en las tinieblas, en estas horas, que no soporta ni siquiera la leve luz del mundo. Sé el apóstol de tu hermano extraviado. Empieza tu predicación con él. En tu camino que será largo, encontrarás siempre a muchos semejantes a él. Empieza tu trabajo con tu compañero..."
Juan pregunta a María que le debe decir a Pedro
"¿Pero qué le debo decir?... No sé... Todo lo hace llorar..."
"Repite su precepto de amor. Dile que quien sólo teme no conoce suficientemente todavía a Dios, porque El es Amor. Si te replica: "He pecado", contéstale que Dios tanto ha amado a los pecadores que por ellos ha enviado a su Unigénito. Dile que a tanto amor se le corresponde con amor. El amor da confianza en el bondadosísimo Señor. Esta confianza nos sostendrá en el juicio porque reconocimos la Sabiduría y Bondad divinas. Digamos: "Soy una pobre criatura. El lo sabe y me da a Jesús como prenda de perdón y columna de sostén. Mi miseria desaparece al unirme con Jesús". Todo se perdona en su nombre... Ve, Juan. Dile esto. Yo me quedo aquí, con mi Jesús..." y acaricia el Sudario.
Y Juan sale cerrando la puerta tras sí.
María se pone de rodillas como la noche anterior, mirando fijamente la santa Faz en el lienzo de la Verónica. Ora y habla con su Hijo. Muestra fortaleza para dar fuerzas a los demás. Cuando está sola se dobla bajo el aplastante peso de su cruz. Sin embargo, de vez en vez cual llama, su alma se levanta hacia una esperanza que en Ella no puede morir, que más bien aumenta según las horas van pasando. Sus esperanzas las dirige al Padre. Sus esperanzas y su petición.
XI. 643-648
A. M. D. G.