LOS APÓSTOLES VAN AL GÓLGOTA

 


#Los apóstoles van camino del Calvario  

#Juan les enseña los pasos que siguió Jesús y sus pormenores   

#¿Veis aquella piedra que está all? Allí cayó el Señor y creímos, los que lo contemplamos desde allá, de la parte norte, que había muerto.  

#Los apóstoles se quejan detener que subir al Calvario  

#Cuando se encontró con su Madre, allá, a diez pasos de nosotros, no pudo decir sino: "¡Mamá!", y no pudo darle un beso, ni siquiera desde lejos, y eso que Simón de Cirene lo había dejado libre de la cruz.  

#Han llegado a la cima  #Juan sigue refiriendo todos los momentos de la pasión de Jesús en el Calvario  

#Aquí debemos jurar, y esto es un altar, y está en alto, ante el cielo y la tierra, que no sucederá más. Ahora a El se dé la alegría, y a nosotros la cruz. Jurémoslo.  

#¡Levantaos! Juremos en el santo nombre de Jesucristo de que queremos abrazar su doctrina hasta poder morir por la redención del mundo."  

#"¡Lo juramos!" 

  #"Quien permanece en Mí, el maligno no le hará ningún daño. 

#bajad prontos a la ciudad, al Cenáculo. Por la noche partirán las mujeres de Galilea con mi Madre. Tú y Juan iréis con ellas. 

 #Los bendice y el fulgor del sol lo envuelve como en la Transfiguración,  

#Se encuentran con una mujer que viene a buscar un poco de su sangre para curar a un hermano 

  #Un pastor niega lo que le piden y les reprocha su comportamiento  

#Un escriba grita a la gente: "¡Vedlos ahí! ¡Ahí tenéis los restos del gran rey! Héroes imberbes. 

 #Se refugian en el huerto de José 

  #"Entonces vámonos. Amarra el asno a la carreta y echa en ella hierba. 

 #Pero las aventuras de aquel día no han terminado.  

#Llaman a la puerta. Jesús la abre,  

#"Muere el orgullo, nace la humildad. Surge el conocimiento, crece el amor. No temáis. Ahora os estáis convirtiendo en apóstoles. Esto es lo que quería."  

#Ni siquiera el infierno destruirá mi Iglesia. 

  #Divide el pan, lo ofrece y distribuye: "Este es alimento que os doy ahora que partís. Allí tengo el alimento preparado para mis peregrinos.

Haced también esto en lo futuro con los que de entre vosotros partirán. Sed paternales con todos los creyentes. 

 


 

Bajo un sol meridiano Jerusalén ha comenzado a arder... Un archivolta que proyecta sombra, refresca, al ver las blancas paredes de las casas abrasadas del sol, y el suelo de las calles que arde. Lo blanco incandescente de las paredes y lo oscuro de las archivoltas hacen de Jerusalén una extraña pintura de blanco y negro, un contraste de luces fuertes y penumbras, que al contraponerse con ellas parecen tinieblas, algo obsesionante. Se avanza con los ojos semicerrados tratando de correr por donde hay luz y calor, y de caminar despacio bajo las archivoltas porque el contraste entre luces y tinieblas hace que aun con los ojos abiertos nada se vea.

 

Los apóstoles van camino del Calvario

 

De este modo avanzan los apóstoles en una ciudad que el sol en su cenit ha convertido en desierto. Sudan y se secan cara y cuello con el capucho, y bufan...

Cuando salen de la ciudad, termina lo fresco de las archivoltas. El camino que pasa junto a los muros, que se dirige hacia el norte y hacia el sur como una cinta cargada de polvo incandescente, da la impresión de tierra que arde como un horno. Se levanta un calor que quema, que seca los pulmones. El arroyuelo, que hay al otro lado de la muralla, arrastra una miseria de agua en medio de un montón de piedras que el sol hace más brillantes. Los apóstoles se echan sobre ese hilillo de agua y beben. Meten dentro el capucho, se lo ponen goteando, sobre la cabeza, después de haberse lavado las caras. Se meten dentro para refrescarse, quitándose las sandalias. Pero no es más que un alivio transitorio. El agua está caliente como si la hubiesen quitado del fuego. Dicen: "Está caliente y es poca. Sabe a lodo y a borit. Cuando es muy poca, contiene el sabor del lavado del amanecer."

Empiezan a subir el Gólgota, en el que el ardiente sol ha quemado hasta los últimos vestigios de hierba, que le daba un color amarillento hace apenas 15 días. Sólo quedan los montones de plantas espinosas sin hojas, cubiertas de color amarillento por el polvo, como si fueran huesos acabados de sacar de la tierra. De veras que dan la impresión de huesos plantados en la tierra. Hay uno que, a dos palmos, se dobla de improviso, que tiene cinco espinas dentro una hoja en forma de paleta. Parece en verdad una mano de esqueleto, que se alargara para apresar a quien pasa, a detenerlo en ese lugar de pesadilla.

"¿Queréis recorrer el camino largo o corto?" pregunta Juan que es el único que ha subido el monte.

"¡El más corto! ¡El más corto! ¡Pronto! ¡Se muere uno aquí de calor!" protestan todos, menos Zelote y Santiago de Alfeo.

Las piedras del camino están que arden.

"¡No se puede caminar aquí! ¡No se puede!" objetan después de algunos metros.

"Y sin embargo el Señor subió hasta allí donde está aquel montón de zarzas, ¡y venía herido! Cargaba la cruz" hace notar Juan que llora desde que se encuentra en el Calvario.

Continúan. Pero luego se echan en tierra desvanecidos, jadeantes. Los capuchos, mojados en el riachuelo, están secos del sol; en cambio sus vestidos están bañados de sudor.

"¡Muy pendiente y muy abrasador es el camino!" dice, jadeando, Bartolomé.

"Sí. Demasiado" confirma Mateo que está coloradísimo.

 

Juan les enseña los pasos que siguió Jesús 

y sus pormenores

 

¿Veis aquella piedra que está allí? Allí cayó 

el Señor y creímos, los que lo contemplamos 

desde allá, de la parte norte, que había muerto. 

 

"En cuanto al sol, siempre será el mismo. Tomemos aquel otro sendero que es más largo, pero menos fatigoso. Longinos lo escogió para que el Señor pudiera subir. ¿Veis aquella piedra que está allí? Allí cayó el Señor y creímos, los que lo contemplamos desde allá, de la parte norte, que había muerto. Allá, ¿no veis? Donde está aquel recodo antes de que la pendiente se haga más áspera. No se movía para nada. ¡Oh, el grito de su Madre, todavía me parece oírlo!" Juan los incita con estas palabras.

Atolondrados se levantan y lo siguen hasta el cruce del sendero selciata con el sendero en forma de espiral, y toman este... Sí. Es menos áspero. Pero ¡qué sol! Y el calor es más fuerte, porque reverbera mucho más la parte lateral del monte.

 

Los apóstoles se quejan de tener que subir 

al Calvario

"¿Por qué debemos subir a esta hora? ¿No podíamos venir al amanecer, cuando apenas hay luz, para que viéramos donde pisar? Estábamos fuera de los muros y podíamos venir sin esperar a que abriesen las puertas." Se lamenta y refunfuñan dentro de sí.

Hombres, todavía muy humanos, después de la tragedia del viernes santo, que es tragedia de su humanidad orgullosa y cobarde, todavía más que la tragedia de Jesús que fue siempre heroica, siempre victoriosa aun en su muerte, humanos como antes, cuando se embriagaban con los gritos de los hosannas de las multitudes, y se enorgullecían pensando en las fiestas y en los fastuosos banquetes en casa de Lázaro... Sordos, ciegos, atontados a todas las señales y advertencias de la tempestad que se aproximaba.

Santiago de Alfeo y Zelote guardan silencio y lloran. Después de las últimas palabras de Juan, Andrés no se lamenta más. Nuevamente habla Juan que es un consejero hermano. Dice... "Es la hora en que El subió. Hacía ya mucho antes que caminaba. ¡Puedo decir que desde que salió del Cenáculo no tuvo descanso alguno! ¡Y qué calor hacía aquel día! Se sentía el bochorno de tempestad... ¡El moría de fiebre! Nique dice que, cuando tocó su rostro con el lienzo de lino, le pareció que tocaba fuego. Por acá debe ser el lugar donde encontró a las mujeres... Nosotros, que estábamos del otro lado, no vimos cuando se encontraron. Pero como me dijeron Nique y las demás... ¡Ea, sigamos hacia arriba! Pensad que las romanas, acostumbradas a la litera, recorrieron a pie este mismo sendero bajo el sol, desde la hora de tercia, cuando lo condenaron. ¡Oh, que siguieron adelante, enviaron a sus esclavos a dar aviso a las demás que se habían detenido por algún motivo!..."

Continúan... ¡Es un martirio ese camino! Hasta parecen caer. Pedro grita: "Si El no obra un milagro caeremos bajo el sol."

"De veras. ¡Parece como si el corazón se me saltase!" confirma Mateo.

Bartolomé no habla más, parece como si estuviera borracho. Juan lo toma por el brazo y lo levanta como hizo con la Virgen en el viernes santo. Lo consuela: "Dentro de poco habrá un poco de sombra. A donde llevé a su Madre. Allí descansaremos..."

Continúan... cada vez más despacio... Están ahora junto al peñasco donde estuvo la Virgen. Juan lo dice. Hay un poco de sombra, pero el aire no se mueve. Quema.

"Si hubiera al menos algún ramo de anís, una hoja de menta, una hierba. Mi boca parece pergamino sobre el fuego. ¡No más!" gime Tomás, cuyas venas del cuello las trae hinchadas, como las de la frente.

"Daría lo que me queda de vida por una gota de agua" dice Santiago de Zebedeo.

Judas Tadeo rompe en lágrimas y grita: "¡Pobre, hermano mío, cuanto sufriste! Había dicho... había dicho, ¿lo recordáis?, que moría de sed. Ahora comprendo. No comprendí el alcance de sus palabras. ¡Moría de sed! Y no hubo quien se la hubiera mitigado, cuando podía haber bebido algo. Y además de eso, ¡la fiebre, el sol!"

"Juana le había traído algo con qué darle fuerzas" dice Andrés.

 

Cuando se encontró con su Madre, allá, 

a diez pasos de nosotros, no pudo decir sino: 

"¡Mamá!", 

y no pudo darle un beso, ni siquiera desde lejos, 

y eso que Simón de Cirene lo había dejado 

libre de la cruz. 

 

"¡Pero no podía beber ya! No podía hablar más... Cuando se encontró con su Madre, allá, a diez pasos de nosotros, no pudo decir sino: "¡Mamá!", y no pudo darle un beso, ni siquiera desde lejos, y eso que Simón de Cirene lo había dejado libre de la cruz. Tenía los labios duros por los golpes, quemados... Lo veía yo bien desde las filas de los legionarios. Porque no pude pasar hasta aquí. ¡Hubiera tomado su cruz, si me hubieran dejado pasar!, pero desconfiaron de mí... y de la multitud que nos quería lapidar... No podía hablar... ni beber... ni besar... No podía ni siquiera mirar con sus ojos cerrados bajo los coágulos de sangre que bajaban de su frente... Su vestido en la rodilla estaba roto. Se le veía abierta, sangrando... Tenía las manos hinchadas y heridas... Tenía herido el mentón y una mejilla... La cruz le había hecho una llaga en la espalda, que ya le habían abierto los golpes... Traía heridas en la cintura que le había hecho las cuerdas... Traía los cabellos chorreando sangre por las espinas... Traía..."

"¡Cállate! ¡Cállate! ¡No podemos oírte! ¡Cállate! Te lo pido y te lo mando!" grita Pedro como si lo atormentasen.

"¡No me queréis oír! ¡No podéis! Pero yo tuve que ver y oír todo en medio de sus congojas. ¿Y su Madre? ¿Y su Madre que no habrá sufrido?"

Bajan su cabeza sollozando. Continúan el camino... No se lamentan más. Lloran al pensar en los dolores de Jesús.

 

Han llegado a la cima

 

Juan sigue refiriendo todos los momentos 

de la pasión de Jesús en el Calvario

 

Han llegado a la cima, a la primera plazoleta: es una parrilla de fuego. El reverbero es tal que parece como que la tierra dance, como se ve en los desiertos. 

"Venid. Subamos por acá. Por aquí nos hizo pasar el centurión. Pensaba que era yo hijo de María. Las mujeres estuvieron allí. Y allá los pastores. De esa parte los judíos..." Juan señala los lugares y termina: "Pero la plebe allá abajo, allá abajo, cubría la pendiente hasta el valle, hasta la calle. Estaba sobre las murallas. Sobre las terrazas cercanas. Hasta donde no podía distinguirse. Lo vi desde que el sol empezó a nublarse. Primero estaba como ahora, y no podía distinguir nada..."

De hecho, Jerusalén parece una fantasmagoría que se mueve allá abajo. La fuerte luz le sirve de velo si alguien quiere verla. Juan agrega: "En diversas horas del día, María Magdalena lo di, pero no supe ni cuando ni porqué sucedió, se ven los restos ennegrecidos de las casas que destruyeron los rayos... Las casas de los más culpables... por lo menos, de los más de ellos... ¡Ved!, (Juan mide los pasos, reconstruye la escena) aquí estuvo Longinos, aquí María, aquí yo... Aquí estuvo la cruz del ladrón que se arrepintió y allá la otra. Aquí se jugaron los vestidos. Allí su Madre cayó cuando El expiró... y desde aquí lo vi cuando fue lanceado su corazón, (Juan palidece como muerto) porque aquí estuvo su cruz." Se arrodilla y adora.

Todos se echan de bruces a besar aquel polvo, bañado ahora en lágrimas...

Juan es el primero en levantarse, y sin importarle nada, evoca cada episodio... No siente más el sol... Tampoco los demás... Habla de cuando Jesús rehusó beber el vino con mirra, de cuando se desnudó y se puso el velo de su Madre, de cuando   apareció tan cruelmente flagelado y herido, de cuando se extendió sobre la cruz y gritó al primer golpe, y luego no, para que no sufriese más su Madre, de cuando le atravesaron el pulso, de cuando le descoyuntaron el brazo para que coincidiese con el agujero, y luego, de cuando enclavado, vino girada la cruz para remarcar los clavos y el peso de ella cayó sobre Jesús que gritó, y luego la cruz volvió a enderezarse y cayó de golpe sobre el hueco, abriendo más la herida en las manos, de cuando la corona se separa y le hiere, les recuerda las palabras que dirigió a su Padre, las palabras con que pedía perdón para los que lo crucificaban, que perdonaba al ladrón arrepentido, las palabras que dirigió a su Madre y a él, de cuando llegó José con Nicodemo, desafiadores de todo, del valor de María Magdalena, del grito de angustia a su Padre que lo abandonaba, de la sed, del vinagre con hiel, de su última agonía, y de su grito llamando a su Madre y la respuesta de ella, con el alma en los umbrales de la muerte por el dolor... y de su resignación y abandono en Dios, de su horrible y última convulsión, del grito que hizo estremecer al mundo, del grito de María cuando lo vio muerto...

"¡Cállate! ¡Cállate!" grita Pedro, que parece como si la lanza lo atravesara. También los demás suplican: "¡Cállate! ¡Cállate!"

 

Aquí debemos jurar, y esto es un altar, 

y está en alto, ante el cielo y la tierra, 

que no sucederá más. 

Ahora a El se dé la alegría, y a nosotros la cruz. 

Jurémoslo.

 

¡Levantaos! Juremos en el santo nombre 

de Jesucristo de que queremos abrazar 

su doctrina hasta poder morir 

por la redención del mundo."

 

"No tengo más que añadir. El sacrificio había terminado. La sepultura... congoja nuestra y no suya. No tiene la sepultura más valor que el dolor de su Madre. ¡Nuestra congoja!" ¿Merece acaso compasión? Deseémosla a El, en lugar de pedir que se nos compadezca. Con todas las fuerzas huimos del dolor, de la fatiga, del abandono, dejando todo a El, a El solo. En realidad que fuimos discípulos indignos; que lo amamos por el gozo de ser amados, por el orgullo de ser grandes en su reino, pero que no lo supimos amar cuando sufrió... Ahora no debe repetirse. No más. Aquí debemos jurar, y esto es un altar, y está en alto, ante el cielo y la tierra, que no sucederá más. Ahora a El se dé la alegría, y a nosotros la cruz. Jurémoslo. De este modo nuestras almas encontrarán la calma. Aquí murió Jesús de Nazaret, el Mesías, el Señor, para ser Salvador y Redentor. Que aquí muera el hombre que somos y se levante el discípulo verdadero. ¡Levantaos! Juremos en el santo nombre de Jesucristo de que queremos abrazar su doctrina hasta poder morir por la redención del mundo." Juan parece un serafín. Mientras hablaba se le ha caído el capucho, y su rubia cabellera resplandece al sol. Ha subido sobre los desperdicios que hay a un lado, tal vez donde los puntales de las cruces de los ladrones, y sin querer ha tomado la actitud de Jesús con los brazos abiertos cuando enseñaba, y sobre todo, la actitud  que tuvo en la cruz.

 

"¡Lo juramos!"

 

Los otros lo miran. Es bello, entusiasta, tan joven, el más joven de todos pero espiritualmente maduro. El Calvario lo ha hecho maduro... Lo miran y gritan. "¡Lo juramos!"

"Pidamos ahora al Padre que dé valor a nuestro juramento: "Padre nuestro que estás en los cielos..." "

Las once voces de los apóstoles conforme van cantando se hace cada vez más segura. Pedro se golpea el pecho cuando dice: "perdónanos nuestras ofensas", y todos se arrodillan cuando pronuncian la última súplica: "Líbranos del mal." Se quedan así encorvados, meditando...

 

Jesús está entre ellos.

 

Jesús está entre ellos. No he visto cuándo, ni de dónde salió. Se diría que de las paredes del monte que es inaccesible. Resplandece de amor en medio de la fuerte luz meridiana. Dice: "Quien permanece en Mí, el maligno no le hará ningún daño. En verdad os digo que los que estuvieren unidos a Mí en servir al Altísimo Creador, que desea que todos los hombres se salven, podrán arrojar demonios, hacer que no hagan ningún daño los reptiles y venenos, pasar entre fieras y llamas sin que les pase nada, hasta tanto que Dios quiera que estén en la tierra para servirle."

"¿Cuándo llegaste, Señor?" preguntan inclinando la cabeza, sin dejar su posición de arrodillados.

"Vuestro juramento me llamó. Y ahora, ahora que los pies de mis apóstoles han pisado este suelo, bajad prontos a la ciudad, al Cenáculo. Por la noche partirán las mujeres de Galilea con mi Madre. Tú y Juan iréis con ellas. Nos encontraremos unidos todos en Galilea, en el Tabor" dice a Zelote y a Juan.

"¿Cuándo, Señor?"

"Juan lo sabrá y os lo dirá."

"¿Nos dejas, Señor? ¿No nos bendices? Tenemos mucha necesidad de tu bendición."

"Aquí y en el Cenáculo os la daré. ¡Postraos!"

 

Los bendice y el fulgor del sol lo envuelve 

como en la Transfiguración

 

Los bendice y el fulgor del sol lo envuelve como en la Transfiguración, sólo que aquí lo esconde. No se ve más que tierra que arde, sol que quema...

"¡Levantémonos y vayámonos! Ya se ha ido" dicen con tristeza.

"Cada vez está menos con nosotros."

"Pero hoy estuvo más contento que ayer noche. ¿No crees, hermano?" pregunta Tadeo a Santiago.

"Le dio gusto nuestro juramento. Que Dios te bendiga, Juan, que hiciste que juráramos" dice Pedro abrazando a Juan.

"Esperaba yo que hablaría de su pasión. ¿Para qué quiso que viniéramos a aquí, si no nos iba a decir nada?" pregunta Tomás.

"Se lo preguntaremos esta noche" responde Andrés.

"Bueno. Ahora vámonos. El camino es largo y queremos estar un poco con la Madre de Jesús, antes de que se vaya" dice Santiago de Alfeo.

"Otra dulzura que se acaba" suspira Tadeo.

"Nos quedamos huérfanos. ¿Qué haremos?"

Se vuelven a Juan y a Zelote y con cierta envidia en la voz dicen: "Vosotros por lo menos vais con Ella. Siempre la acompañáis."

Juan hace un gesto como para decir: "Así es." Pero como la envidia de ellos no es mala, sino buena, al punto reconocen que: "Es justo. Porque tú estuviste aquí con Ella, y tú por obedecer, renunciaste a lo mismo. Nosotros..."

Empiezan a bajar. Cuando han llegado a la segunda plazoleta, la inferior, ven a una mujer que viene de la parte abrupta del sendero que los mira sin hablar, y que sin vacilar se dirige a la plazoleta superior.

"Ya comienzan a venir. ¡Y no sólo Magdalena! ¿Pero qué está haciendo? Llora, entre tanto que busca algo en el suelo. ¿Será que habrá perdido algo aquel día?" se preguntan. Puede tener razón, porque no se distingue quién sea. El velo le cubre completamente la cara.

 

Se encuentran con una mujer que viene a buscar 

un poco de su sangre para curar a un hermano

 

Con su vozarrón, Tomás le pregunta: "Mujer, ¿qué has perdido?"

"Nada. Busco el lugar de la cruz del Señor. Tengo un hermano mío que está agonizando, y el buen Maestro no vive ya en la tierra..." llora bajo el velo. "¡Los hombres lo echaron fuera!"

"Ha resucitado, mujer. Vive."

"Sé que vive, porque es Dios y Dios nunca muere. Pero no vive entre nosotros. El mundo no lo quiso y El se ha ido. Los hombres lo negaron, hasta sus discípulos lo abandonaron como si hubiera sido un ladrón, y El abandonó el mundo. Vine a buscar un poco de su sangre. Tengo fe que curará a mi hermano, mejor que la imposición de manos de sus discípulos, porque no creo que puedan hacer prodigio alguno, después que le fueron infieles."

"Hace poco que acaba de estar aquí el Señor, mujer. Ha resucitado en alma y cuerpo y todavía está entre nosotros. El perfume de su bendición todavía está sobre nosotros. Mira: hace poco estuvo aquí de pie" dice Juan.

"No. Yo busco una gotica de su sangre. No estuve aquí y no conozco el lugar..." se inclina al suelo.

Juan le dice: "Aquí estuvo su cruz. Yo estuve."

"¿Estuviste? ¿Eras amigo o verdugo? Se dice que uno de sus discípulos amados estuvo junto a su cruz, lo mismo que otros pocos fieles discípulos. No quiero hablar con ninguno de los que lo crucificaron.

"No fui uno de ellos, mujer. Mira: aquí donde estuvo la cruz hay todavía tierra enrojecida con su sangre, no obstante que hayan excavado. Tanto fue la sangre que perdió, que penetró hondo. Ten. Que tu fe obtenga su premio." Juan ha excavado en el lugar donde estuvo la cruz, y sacado un poco de tierra rojiza que la mujer pone en un pedazo de lino. Le da las gracias y ligera se va con su tesoro.

"Hiciste bien en no haber dicho quiénes somos." 

"¿Por qué no dijiste quién eres?" le objetan los apóstoles. Como siempre, continúan pensando muy humanamente.

Juan los mira sin replicar. Es el primero en tomar por el camino pendiente. Si es más fácil bajar que subir, el sol es abrasador, y cuando llegan al pie del Gólgota, están muertos de sed. Hay ovejas cerca del riachuelo y pastores, que habrán venido de algún cercano redil para apacentar sus animales por la tarde. El agua está turbia. No puede beberse.

 

Un pastor niega lo que le piden y les reprocha 

su comportamiento

 

La sed es tal que Bartolomé se dirige a un pastor diciéndole: "¿Tienes un trago de agua en tu borracha?"

El pastor los mira con ojos duros, y no responde.

"Entonces un poco de leche. Tus ovejas, por lo que se ve, tienen leche. Te la pagamos. Nos gustaría que estuviera fresca, pero no importa."

"No doy leche ni agua a quienes abandonaron a su Maestro Os he reconocido. Os vi y escuché en Betsur un día. Bien me acuerdo de ti que me la pediste... Pero no os vi cuando encontré a los que llevaban al Maestro. Sólo este estaba. No hubo para El agua, me dijeron los que estuvieron en el monte. Tampoco para vosotros lo habrá." Silba a su perro, junta sus ovejas y se va hacia el lado norte, donde empiezan las colinas cubiertas de olivos y de hierba. 

Los apóstoles, abatidos, atraviesan el puente y entran en la ciudad.

Caminan a lo largo de la muralla, con el capucho sobre sus ojos, un poco inclinados, porque las calles están llenándose de gente, pues el calor ha bajado.

 

Un escriba grita a la gente: "¡Vedlos ahí! 

¡Ahí tenéis los restos del gran rey! 

Héroes imberbes. Los discípulos del seductor. 

Echar mano a las piedras, ¡oh pueblo santo!, 

y sean lapidados ésos, fuera de los muros.

"Una que otra piedra les alcanza antes 

de que salgan por la puerta, 

pero sí les alcanzan muchas suciedades.

 

Antes de llegar al cenáculo tienen que atravesar la ciudad, y mucha gente conoce a los apóstoles, para que puedan pasar inadvertidos. Pronto se oye una carcajada. Un escriba (creía yo que no volvería a ver a ninguno de estos tipejos y me sentía feliz) grita a la gente, que en aquel cruce, donde una fuente murmura, es mucha: "¡Vedlos ahí! ¡Ahí tenéis los restos del gran rey! Héroes imberbes. Los discípulos del seductor. Que sobre ellos caiga el desprecio, la befa y la compasión que se experimenta por los locos."

Se escucha una cadena de insultos.

Alguien grita: "¿Dónde estabais cuando moría?" Otro: "¿Estáis convencidos ahora de que era un falso profeta?" Uno de acá: "En vano lo habéis hurtado y escondido. Sus ideas han muerto. El Nazareno ha muerto. El Galileo fue fulminado por Yeové. Y vosotros con El." Otro de allá con tono compasivo: "No los molestéis. Han vuelto sobre sí y se han arrepentido, aunque tarde, pero siempre a tiempo para huir en el momento oportuno." No falta quien arengue a la gente por unos cuantos minutos, compuesta en general de mujeres que parecen ponerse al lado de los apóstoles, diciendo: "Vosotros que dudáis todavía de nuestra justicia, os sirva de guía el comportamiento de los seguidores más fieles del Nazareno. Si hubiera sido Dios, los hubiera fortificado. Si lo hubieran reconocido como al Mesías verdadero, no hubieran huido, pues hubieran pensado que ninguna fuerza humana podía prevalecer contra El. Y sin embargo El murió ante la presencia de todo el pueblo.En vano ha sido robado su cuerpo, después de haber atacado a los guardias que se habían dormido. Preguntádselo a ellos, si no fue así. El está muerto. Sus seguidores dispersos, y el que limpia el lugar santo de Jerusalén de sus últimos rastros es grande a los ojos del Altísimo. Echar mano a las piedras, ¡oh pueblo santo!, y sean lapidados ésos, fuera de los muros."

Es demasiado todo esto para el malparado valor de los apóstoles. Se habían pegado más contra el muro para no incitar a sus acusadores. Pero ahora más que prudencia es miedo. Vuelven las espaldas huyendo en dirección de la puerta. Santiago de Alfeo y Santiago de Zebedeo con Juan, Pedro y Zelote, con más calma y control de sí mismos, siguen a sus compañeros sin correr. Una que otra piedra les alcanza antes de que salgan por la puerta, pero sí les alcanzan muchas suciedades.

 

Se refugian en el huerto de José

 

Los guardias salen e impiden que se les persiga más allá de los muros. Pero ellos siguen corriendo hasta ir a refugiarse en el huerto de José, donde estuvo el sepulcro.

El lugar está tranquilo, silencioso, lleno de frescura bajo las ramas de los árboles que se han cubierto de hojas que aunque no muchas, sin embargo ofrecen un velo de color suave. Se echan por tierra, para calmar el jadeo. En el fondo del huerto un hombre trabaja en la hortaliza. Un jovenzuelo le ayuda. No ha caído en la cuenta de que los apóstoles se han escondido detrás de una valla, sino hasta cuando después de haber mirado al cielo y gritado: "Ven, José, trae el asno para amarrarlo a la noria", se dirige allá, donde bajo un matorral de zarzas hay un rústico pozo.

"¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Quiénes sois? ¿Qué deseáis en el huerto de José de Arimatea? Tú, tontuelo, ¿por qué has dejado abierta la puerta que José quiere tener cerrada, ahora que ya la puso? ¿No sabes que no quiere a  nadie donde fue sepultado el Señor?"

Tendré que decir la verdad que por el dolor que tuve al haber asistido a la sepultura de Jesús, y por la admiración de verle resucitado, no puse mientes en que si el huerto más allá de un montón de bojes y zarzas tuviera o no puerta, pero pienso que la hayan puesto hace poco, pues se ve nueva. José como Lázaro ha empezado a cerrar los lugares santificados por Jesús.

Juan se levanta junto con Zelote y Santiago de Alfeo, responde sin miedo: "Somos los apóstoles del Señor. Yo soy Juan, este Simón, amigo de José, y este Santiago, hermano del Señor. El nos dijo que fuéramos la Gólgota y así lo hicimos. Nos ordenó que fuéramos donde está su Madre, pero la gente nos ha perseguido. Entramos aquí, esperando que anochezca..."

"¡Estáis herido! ¡Y también tú, y tú! Venid a que os socorra. ¿Tenéis sed? Se os ve fatigados. Pronto, mete el cántaro. La primera agua siempre es limpia, luego los cántaros la enturbian. Dales de beber. Lava esas lechugas, échales aceite que tenemos para ligar los injertos. No tengo otra cosa que daros. No tengo casa aquí. Pero si esperáis, os llevaré conmigo..."

"No, no. Debemos ir donde el Señor. Dios te lo pague." Beben y dejan que los cure. Todos traen algún chichón o herida en la cabeza. ¡Qué buena puntería tienen los judíos!

"Tú asómate por el camino, sin que te vean, y mira si alguien está aguardando" ordena el hortelano al jovenzuelo.

"Nadie, padre. El camino está solo" contesta el jovenzuelo al regresar.

"Ve a asomarte por la puerta y regresa pronto."

Corta anís, se lo ofrece, excusándose de no tener sino legumbres, ensalada y ese anís, pues los manzanos apenas están en flor.

Regresa el muchacho. "Nadie, padre. El camino más allá de la puerta está vacío."

 

Entonces vámonos. Amarra el asno a la carreta 

y echa en ella hierba. Pasaremos como quienes 

regresan del campo. Venid conmigo.

 

"Entonces vámonos. Amarra el asno a la carreta y echa en ella hierba. Pasaremos como quienes regresan del campo. Venid conmigo. Será un camino largo, pero mejor que las pedradas."

"De cualquier modo tenemos que entrar en la ciudad..."

"Claro, pero entraremos por otra parte, por vericuetos oscuros. No temáis."

Con una llave grande cierra la fuerte puerta; hace que los de más edad suban a la carreta, carga a Tomás con un montón de podatones y a Juan con otros de hierba, y sin temor alguno se dirige hacia la muralla del lado sur.

"¿Pero tu casa?... Aquí está desierto."

"Mi casa está de la otra parte. No huye. Mi mujer esperará. Primero los siervos del Señor." Los mira... "¡Eh, todos faltamos! También yo he tenido miedo. Por causa de su nombre todos somos odiados. También José. Pero, ¡qué importa! Dios está con nosotros. ¡La gente!... Odia y ama. Ama y odia. Y luego. Lo que hace hoy, lo olvida mañana. Bueno... si no hubiera hienas. Son ellas las que incitan a la plebe. Están furiosos porque ha resucitado. ¡Oh, si se dejase ver en el pináculo del templo para que el pueblo se convenciese de que ha resucitado! ¿Por qué no lo hace? Yo creo. Pero no todos pueden creer. Ellos pagan bien al que afirma que su cuerpo fue robado, que lo hicisteis vosotros, cuando estaba ya corrompido, y que lo enterrasteis o quemasteis en una cueva de Josafat."

Están ya en la parte meridional de la ciudad, en el valle de Inón.

"Ved. Allí está la puerta de Sión. De allá podéis ir a casa. Esta a un paso."

"Conocemos el camino. Que Dios esté contigo por tu bondad."

"Para mí sois siempre los santos del Maestro. Hombres sois como yo. Sólo El es más que hombre y no tuvo miedo. Sé comprender y compadecer. Os aseguro que vosotros que hoy sois débiles, mañana seréis fuertes. La paz sea con vosotros."

Le devuelven la hierba, los utensilios de labranza y regresa, mientras entran en la ciudad ligeros cual liebres y gotean por callejuelas que llevan al cenáculo.

 

Pero las aventuras de aquel día 

no han terminado.

 

Pero las aventuras de aquel día no han terminado. Un grupo de legionarios se cruzan con ellos, los ven, y uno de ellos los señala a sus comilitones. Todos se echan a reír. Cuando los abatidos discípulos se ven obligados a pasar ante uno de los soldados de pie ante la puerta los apostrofa diciendo: "Ea, ¿no os ha lapidado el calvario, ni la gente? ¡Por Júpiter! ¡Os creía más valerosos! Que no tendríais miedo de nada, porque subíais allá. ¿Las piedras del monte no os han acusado de que sois unos cobardes? ¿Tantas ganas teníais de subir allá? He visto siempre que los culpables huyen de los lugares que les recuerdan su crimen. Némesis los persigue. Tal vez os arrastró allá para haceros temblar de horror, hoy, porque en aquel día no quisisteis temblar de compasión."

Una mujer, tal vez la dueña de una taberna, se asoma a la puerta y se echa a reír. Tiene una cara de ribalda que mete miedo, y con fuerte voz: "Mujeres hebreas ved lo que parís: cobardes, perjuros, que salen de sus madrigueras cuando el peligro ha desaparecido. El vientre romano no concibe sino a héroes. Venid, vosotros, a beber a la salud de la grandeza de Roma. Buen vino y hermosas muchachas..." y entra, seguida de soldados.

Hay una que otra mujer hebrea los mira y siente compasión por los apóstoles. Es una anciana. Dice a sus compañeras: "Se equivocaron... Pero todo un pueblo ha hecho lo mismo." Se dirige a ellos y los saluda: "La paz sea con vosotros. Nosotras no olvidamos... Decidnos de veras: ¿Ha resucitado el Maestro?"

"Sí. Lo juramos."

"Entonces no tengáis miedo. Es Dios y Dios vencerá. La paz sea con vosotros, hermanos. Pedid al Señor que perdone a este pueblo."

"Y vosotras rogad porque el pueblo nos perdone y olvide el escándalo que le dimos. Mujeres, yo, Simón Pedro, os pido perdón" y se echa a llorar.

"No te preocupes. Somos madres, hermanas y esposas. Tu pecado es el de nuestros hijos, hermanos y esposos. Que de todos tenga piedad el Señor."

 

Llaman a la puerta. Jesús la abre

 

Los acompañan hasta la casa. Llaman a la puerta. Jesús la abre, llenando el espacio oscuro con su persona glorificada. Dice: "La paz sea con vosotras por ser compasivas."

Las mujeres quedan estupefactas. Se quedan así hasta que la puerta se cierra detrás de los apóstoles y del Señor. Entonces vuelven en sí.

"¿Lo viste? Era El. ¡Hermoso! Más que antes. ¡Y vivo! ¡No ya un fantasma! Un verdadero hombre. ¡Su voz! ¡Su sonrisa! Movía las manos. ¿Viste qué rojas eran sus heridas? No, yo vi cómo latía su pecho. Que no nos vengan a decir que no es verdad. ¡Vámonos! Vamos a gritarlo en nuestras casas. No. Llamemos una vez más para verlo. ¿Por qué no? Es el Hijo de Dios, resucitado. Es mucho que a nosotras, pobres mujeres, se haya mostrado. Está con su Madre, las discípulas y los apóstoles. No. Sí..." vence el parecer de las más prudentes. El grupo se aleja.

Entre tanto Jesús ha entrado dentro con sus apóstoles. Los mira. Sonríe. Se han quitado los capuchos, usados como vendas, antes de entrar en casa y se los han vuelto a poner como tienen de costumbre. Por esto no se ven las heridas recibidas. Se sientan cansados, en silencio. Más afligidos que cansados.

"Os tardasteis" dice Jesús con dulzura.

Silencio.

"¿No me contáis algo? Hablad. Soy siempre Jesús. ¿Se ha acabado vuestro entusiasmo del día?"

"¡Oh, Maestro! ¡Oh, Señor!" grita Pedro cayendo de rodillas a los pies de Jesús. "No se ha acabado nuestro entusiasmo. Pero nos mata el comprobar el daño que hemos hecho a tu doctrina. ¡Estamos aplastados!"

"Muere el orgullo, nace la humildad. Surge el conocimiento, crece el amor. No temáis. Ahora os estáis convirtiendo en apóstoles. Esto es lo que quería."

"¡No podremos nunca hacer algo! El pueblo, y tiene razón, nos befa. Hemos destruido tu obra. Destruida tu Iglesia." Están todos angustiados. Gritan, gesticulan...

 

Ni siquiera el infierno destruirá mi Iglesia. 

 

Jesús guarda una calma solemne. Dice, ayudando sus palabras con la acción: "¡Calma! ¡Calma! Ni siquiera el infierno destruirá mi Iglesia. Aunque se mueva la piedra, porque no bien cimentada no hará que el edificio caiga. ¡Calma! ¡Calma! Vosotros lo haréis bien, porque con humildad reconocéis lo que sois; porque ahora sois sabios con una gran sabiduría: la de saber que cada acción tiene repercusiones muy extensas, algunas veces incalculables, y que quien está arriba -recordad lo que os dije de la lámpara que se pone arriba para que sea vista, pero para que lo sea debe de dar luz- tiene la obligación de ser perfecto más que el que está abajo. ¿Veis, hijos míos? Lo que pasa inobservado o que puede excusarse porque lo hace un sencillo fiel, es diverso cuando lo realiza un sacerdote. Vuestro futuro borrará vuestro pasado. No os dije nada en el Gólgota, pero dejé que el mundo hablase. Os consuelo. ¡No lloréis! Descansad y dejad que os cure. Así." Levemente toca las heridas de las cabezas. Luego añade: "Está bien que os alejéis de acá. Por esto os había dicho: "Id al Tabor para orar". Podréis estar en los poblados cercanos y subir a cada alba a esperarme."

"Señor, el mundo no cree que hayas resucitado" dice en voz baja Tadeo.

"Convenceré al mundo. Os ayudaré a vencerlo. Permanecedme fieles. No os pido más. Bendecid a los que os humillan porque os santifican."

Divide el pan, lo ofrece y distribuye: "Este es alimento que os doy ahora que partís. Allí tengo el alimento preparado para mis peregrinos. Haced también esto en lo futuro con los que de entre vosotros partirán. Sed paternales con todos los creyentes. Todo lo que hago u os hago hacer, hacedlo también vosotros. En el porvenir hacer el camino al calvario, meditando y haciendo meditar. Reflexionad en mis dolores. Por éstos os he salvado, no para la gloria presente. De aquella parte está Lázaro con sus hermanas. Han venido a saludar a mi Madre. Id también vosotros porque mi Madre parte en breve en el carro de Lázaro. La paz sea con vosotros." Se levanta y sale rápidamente.

"¡Señor! ¡Señor!" grita Andrés.

"¿Qué quieres, hermano?" le pregunta Pedro.

"Quería preguntarle muchas cosas. Hablarle de los que quieren ser curados... ¡Qué se yo! Cuando está entre nosotros, no sabemos decir nada" y corre a buscar al Señor.

"¡Es verdad! ¡Estamos como quien ha perdido la memoria!" dicen todos.

"Y tan bueno que es con nosotros. Nos ha llamado "hijos" con tal dulzura que me ha abierto el corazón" exclama Santiago de Alfeo.

"Si es así Dios, ahora. Tiemblo cuando me está cerca, como si estuviese cerca del Santo de los Santos" afirma Tadeo.

Andrés regresa: "No está. ¡El espacio, el tiempo, los muros, todo le está sujeto!"

"¡Es Dios! ¡Es Dios!" confiesan, adorando.

XI. 727-738

A. M. D. G.