LOS EVANGELIOS DE LA FE (II)

UN ANCIANO SACERDOTE EVANGELIZA Y DESPUÉS BAUTIZA CON SU PROPIA SANGRE A UN GRUPO DE GLADIADORES QUE, DE VERDUGOS, VIENEN A HACERSE MÁRTIRES.

 

Es tiempo de persecución, una de las más grandes persecuciones, ya que los
cristianos no son apresados uno a uno sino torturados en masa. El lugar es
la caverna de un circo. En suma,es ciertamente un local situado bajo las
gradas del circo y destinado a albergar a los gladiadores, bestiarios,
etc.,etc., en fin, a todos los empleados del circo.

En este local amplio aunque oscuro -pues tan sólo recibe la luz de una
puerta abierta a un corredor que sin duda lleva al interior del circo y
acaso al mismo exterior, y de una pequeña ventana, o mejor,aspillera baja a
nivel del suelo del circo, del que llegan murmullos de gentío- se
encuentran amontonados muchos, muchísimos cristianos de toda edad: desde
niños párvulos, algunos todavía en brazos de sus madres -y dos de ellos de
menos de dos años puesto que aún maman del exhausto pecho materno-hasta
viejos decrépitos.

Y hay también gladiadores, dispuestos con el yelmo y esa corta coraza que
defiende y no defiende, puesto que deja todavía al descubierto secciones
vitales como la yugular y las partes del abdomen situadas a la altura y en
la posición del hígado y del bazo. Visten esta parcial armadura sobre la
desnuda piel y portan en la mano la daga corta y ancha de forma de hoja de
castaño. Son hombres bellísimos, no tanto por su rostro cuanto por su
cuerpo robusto y armónico del que percibo, a cada movimiento, el ágil
vibrar de los músculos. Algunos presentan cicatrices de viejas heridas al
tiempo que otros no las tienen. Por lo que hablan entre sí deduzco que
deben ser de paises sometidos a Roma, prisioneros de guerra con toda
seguridad puesto que emplean un latín sumamente bastardo con una
pronunciación dura y gutural cuando se dirigen a los cristianos que, a la
espera de la muerte, cantan sus himnos dulces y dolientes.

Un gladiador,como de dos metros de alto -un auténtico coloso, rubio como la
miel y de claros ojos de un azul gris, afables aun entre tanta sombra de
hierro como refleja en su rostro la visera del yelmo- se dirige a un
anciano todo vestido de blanco, de una gran dignidad, austero, o mejor tal
vez: ascético, al que todos los cristianos veneran con el mayor respeto.
"Padre blanco, si las fieras te respetan, yo habré de matarte. Esa es la
orden. Pero eso me desagrada porque en Panonia (Hungría) dejé un padre
anciano como tú".

"Hijo, no te aflijas por eso, pues eres tú el que me abres el Cielo y de
nadie, en mi larga vida, habré recibido jamás un favor tan señalado como el
que tú me haces".

"También en el Cielo, lugar donde seguramente está tu Dios como en el mío
están nuestros dioses y en el de Roma los suyos, hay de igual manera muerte
y lucha. ¿Aún quieres sufrir allí por odio de los dioses como aquí sufres?"
"Mi Dios es uno tan sólo que reina en su Cielo con amor y con justicia y
quien allí accede no conoce sino un eterno gozo".

"Esto se lo he oído decir a multitud de cristianos a lo largo de esta
persecución. A una jovencita que me sonreía al tiempo que calaba en ella mi
daga, le dije... y, por salvarla, fingí matarla pero sin hacerlo, pues era
dulce y rubia como una érica tierna de mis bosques... mas de nada sirvió...

De aquí no la pude llevar fuera y al día siguiente... fue echado a las
serpientes aquel cuerpo de leche y de rosas..."

El hombre calla con ademán triste.

"¿Qué le dijiste, hijo?", le pregunta el anciano.

"Le dije: ¿Lo ves? No soy malo; pero este es mi oficio. Soy esclavo de
guerra. Si es verdad que tu Dios es justo, dile que se acuerde de Albulo,
así me llaman en Roma, y se deje ver con su bien. Me contestó: Sí. Mas hace
días que murió y nadie ha venido".

"Hasta tanto no llegues a ser cristiano Dios no se te mostrará sino en sus
siervos. ¡Y cuántos de ellos no te ha presentado ya! Todo cristiano es un
siervo de Dios y todo mártir un amigo, tan amigo como para vivir entre los
brazos de Dios".

"¡Oh, muchos... y no sólo yo sino también Dacio, Ilírico y otros más de
nosotros, tristes en nuestros destinos, hemos quedado prendados de vuestro
júbilo... y lo deseamos. Vosotros estais encadenados... nosotros no. Aquí
ni el viento está libre puesto que, si lo quiere el César, se nos encadena
hasta el aliento dándonos la muerte. ¿Te disgusta hablarnos de Dios?".
"Hijo, es mi único gozo en la tierra y, por cierto, bien grande. Que Jesús,
mi Dios y Maestro, te bendiga por ello. Soy sacerdote, Albulo, he gastado
mi vida predicándolo y llevándolo a multitud de criaturas y, por último, no
esperaba ya disfrutar de esta alegría. Oye..." y el anciano, a éste y a los
demás gladiadores arremolinados en torno suyo, les va repitiendo la vida de
Jesús desde su nacimiento hasta la muerte de cruz, exponiéndoles
esquemáticamente las necesidades esenciales de la Fe. Habla, sentado en una
piedra que hace de banqueta, tranquilo, solemne, todo candor en sus largos
cabellos, en su barba mosáica, en su vestido; y todo ardor en su mirada y
en su palabra. Sólo se interrumpe dos veces para bendecir a dos grupos de
cristianos traidos a la arena para ser arrojados en juegos náuticos como
pasto de los cocodrilos. Después reemprende a hablar cercado por los
robustos gladiadores, casi todos rubios y sonrosados, que le escuchan con
la boca abierta.

Se llama Crisóstomo uno de los doctores de la Iglesia. Y bien, ¿qué nombre
le daré yo entonces a éste que no se nombra?

Termina diciendo:"Esto es lo esencial que es preciso creer para recibir el
Bautismo y el Cielo".

Las voces robustas de los gladiadores, una decena, hacen retumbar la baja
bovedilla:"Lo creemos. Danos a tu Dios".

"Nada tengo con qué rociaros, ni una gota de agua ni otro líquido alguno y
ha llegado mi hora. Mas ya encontrareis el modo...¡No!¡Dios me lo dice! Se
halla dispuesto un líquido para vosotros".

"¡Los cristianos a los leones!" ordena el vigilante. "¡Todos!.

El anciano sacerdote en cabeza y detrás los demás, entre los que están las
madres sobre cuyos senos se han dormido los niños, penetran cantando en la
arena.

¡Qué gentío! ¡Qué luz! ¡Qué barullo! ¡Qué de colores! Hay un lleno
impresionante de gente del pueblo de toda condición. En la parte baja
bañada por el sol está el pueblo más bajo y vocinglero; y en la parte de
sombra el patriciado. Togas y más togas, abanicos de plumas de avestruz,
joyas, conversaciones irónicas a media voz... y en el centro de la parte de
sombra el podio imperial con su baldaquino de púrpura, su balaustrada toda
florida y cubierta de tapices con sus blanco sitiales para el reposo del
César así como para el de los patricios y cortesanos sus invitados. Dos
áureos trípodes colocados a ambos extremos de la balaustrada humean
esparciendo raras esencias. Los cristianos son empujados hacia la parte de
sol. En el centro de la arena hay un... no sé cómo llamarlo. Es una
construcción de mármol de la que surgen hacia el cielo surtidores de agua
muy delgados e impalpables y sobre la plataforma de esta construcción que
viene a describir un óvalo alargado y se eleva como unos dos metros
escasos del suelo, hay estatuas en oro de dioses ante las que aparecen
colocados trípodes en los que se queman inciensos.

Los cristianos están pues apelotonados en la parte del sol. En primer
término el anciano sacerdote se adelanta solo con los brazos extendidos y
habla así: "Romanos, para mis hermanos y para mí, paz y bendición. Que
Jesús, por el gozo que nos dais de confesarle con la sangre, os conceda la
Luz y la Vida eterna. Esto es lo que le pedimos nosotros en agradecimiento
de la púrpura eterna de la que nos revestís con...Un león se abalanza dando
un salto resbalando casi por el suelo, le derriba y le da una dentellada en
la espalda. Su vestido y cabellos de nieve quedan teñidos de rojo.

Es la señal del ataque bestial. La manada de fieras se precipita a saltos
sobre el apacible rebaño. Una leona, de un zarpazo, le arranca a una madre
su niño dormido y es tan feroz el zarpazo que lleva consigo parte del seno
de la madre, que cae volcada, herida tal vez en el corazón, sobre la arena
y muere. La fiera, a zarpazos y coletazos, defiende su tierna presa que la
devora en un relámpago Queda sobre la arena una leve mancha rojiza, único
rastro del niño mártir, mientras la fiera se levanta lamiéndose el hocico.
Mas, en comparación, los cristianos son muchos y las fieras pocas y, sin
duda, están ya saciadas; por lo que, más que devorar, lo que hacen es matar
por matar. Derriban, degüellan, desentrañan, lamen un poco y pasan a otras
y otras presas.

El populacho se indigna por la falta de reacción de los cristianos y
porque, a su juicio, no son lo debidamente feroces las bestias y así grita:
"¡Qué mueran! ¡Qué mueran!" Hasta el intendente grita también: "¡Qué
mueran! ¡Estos no son leones sino canes bien nutridos! ¡Qué mueran los
traidores a Roma y al César!".

El emperador da una orden y las fieras son devueltas a sus cubiles
haciéndose entrar a los gladiadores para asestar el golpe de gracia. La
muchedumbre grita los nombres de sus preferidos: "Albulo, Ilírico, Dacio,
Hércules, Polifemo, Tracio" y otros más. No son únicamente aquellos
gladiadores a los que habló el anciano mártir que agoniza sobre la arena
con un pulmón casi al descubierto por efecto de un zarpazo sino que hay
otros más que penetran de un sitio y de otro.

Albulo se dirige corriendo hacia el anciano sacerdote. La gente le dice:
"¡Hazle sufrir! ¡Levántalo para que veamos el golpe! ¡Aupa Albulo!". Mas
Albulo, por el contrario, se inclina para preguntar algo al anciano y,
habiéndole éste contestado con un ademán de asentimiento, llama a los
compañeros que escucharon al anciano sacerdote.

No llego a entender lo que hacen, si es que les bendice o qué sucede, ya
que sus robustos cuerpos forman como un techo sobre el anciano yacente. Mas
por fin lo comprendo cuando veo que una mano senil, ya vacilante, se
destaca sobre el grupo de cabezas estrechadas unas con otras y las aspergia
con la sangre de la que casi se ha llenado una copa y, a continuación, se
abate.

Los gladiadores, una vez rociados con aquella sangre, se ponen disparados
en pie y alzan sus dagas que destellan con la luz. Gritan fuerte: "Salve,
César emperador. Los triunfadores te saludan" y, seguidamente, veloces como
rayos, se dirigen a la construcción que está en medio del circo, saltan
sobre ella y, volcando ídolos y trípodes, los patean.

La turba brama como enloquecida. Unos querrían defender a su gladiador
preferido al tiempo que otros piden la muerte más atroz para los nuevos
cristianos que, por su cuenta, tornan a la arena en perfecta formación,
serenos y magníficos como estatuas de gigantes con una sonrisa nueva
reflejada en su fiero rostro.

El César, un hombre atravesado, obeso, cínico, coronado de flores y vestido
de púrpura, se alza de entre el círculo de sus patricios, todos vestidos de
blanco a excepción de algunos que llevan una franja de color rosa. La
multitud enmudece a la espera de su veredicto. El César -no sé quien sea
este tipo de aspecto repelente y vicioso- tiene a todos en suspenso por
unos instantes hasta que, bajando el pulgar, dispone: "Que les den muerte
sus compañeros".

Los gladiadores no convertidos que han degollado entretanto a los
cristianos malamente vivos con la precisión con que un matarife degüella a
los corderos, se vuelven y con idéntica automática frialdad y precisión
abren a sus compañeros el cuello por la yugular.

Como manojo de espigas que la podadera va cortando tallo a tallo, los diez
nuevos cristianos, aspergiados con la sangre del sacerdote mártir, se
revisten con su sangre de púrpura eterna y van cayendo volcados con una
sonrisa mirando al cielo en el que ya brilla su día feliz.


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