Las Apariciones de la Santísima Virgen María en San Sebastián de Garabandal

Capítulo 214

 

Testimonio de Elena Cosío Nevares.

 

La visita al pueblo de las Apariciones
dejó un recuerdo inolvidable en mi alma.

 

¡Había que ver a las niñas debajo de aquellos árboles! en pie, las caras levantadas del todo, los brazos extendidos en cruz y con las manos vueltas hacia arriba, eran la más hermosa imagen que he visto de un alma en plena actitud suplicante.

 

Elena Cosío Nevares pasaba unos días en Ruenes, Asturias, por tener familiares en este lugar. Ruenes está en la parte Oriental de Asturias, pertenece al concejo de Peñamellera Alta, con centro en Alles.

La gente del pueblo comentaba con frecuencia las cosas que se decían ocurrir en el pueblo montañés de San Sebastián de Garabandal. A mediados de septiembre de 1961, Elena y otros forasteros que pasaban unos días en Ruenes, acordaron aprovechar su viaje de regreso a Madrid para subir a Garabandal. Este grupo lo formaban: Elena Cosío Nevares, Adriano Peón, cubano oriundo de Asturias y Carmen Pilart, navarra del Roncal.

 

Llegaron a Garabandal bajo un sol espléndido y Elena escribió sobre esta visita de la que tiene un grato recuerdo:

«Todo lo de aquel día me ha quedado en el recuerdo como si hubiera sido ayer. Al poco rato de haber parado ante la casa de Ceferino, a primera hora de la tarde, salió de la misma, "maravillosamente transfigurada", su hija Loli. Igualmente transfiguradas, llegaban de sus respectivas casas, Conchita y Jacinta. Se juntaron al comienzo de la calle que va hacia la iglesia, y empezaron la marcha.

Según iban, pudimos entender muy bien a una de ellas: "¡No, no!... ¡Qué horror! ¡Qué horror!" Nos impresionó mucho aquello, y la cara de susto de la niña era de las que no pueden olvidarse; pero nadie pudo saber de qué se trataba.

Un sacerdote se abrió paso a empujones por entre todos los que las seguíamos y se plantó delante de ellas, con los brazos extendidos. No sé por qué hizo aquello; tal vez buscaba alguna prueba. Las niñas, que no le podían ver (tan levantada llevaban la cabeza y tan clavada la vista en el cielo), le rodearon sin tropezarle, y siguieron adelante, dejándole en el medio.

Estuvimos luego un rato largo en la iglesia, con una serie de detalles verdaderamente emocionantes. Al salir, las niñas iniciaron una marcha extática. Ceferino se puso entonces a su espalda, para protegerlas.

En una calle pudimos contemplarlas casi tendidas en tierra, en extraña posición: la espalda y los pies levantados del suelo, tocando ligeramente en él sólo con la extremidad de la columna vertebral, los brazos extendidos en ademán suplicante, y los ojos mirando hacia arriba sin pestañear.

Varias moscas, tan pesadas en el mes de septiembre, revoloteaban sobre sus caras, y se les posaban alguna vez en los mismos ojos, sin que se advirtiera, por parte de las niñas, el más mínimo reflejo de contracción o parpadeo.

No sé lo que sentirían los demás: yo estaba sobrecogida, como temblando ante algo misterioso que parecía palparse. Luego vino una de las velocísimas marchas hacia los Pinos. Los espectadores las siguieron como pudieron.

¡Había que verlas debajo de aquellos árboles! en pie, las caras levantadas del todo, los brazos extendidos en cruz y con las manos vueltas hacia arriba, eran la más hermosa imagen que he visto de un alma en plena actitud suplicante.

Al cabo de un rato, en aquella misma postura, empezaron, pero de espalda, la dificilísima bajada de los Pinos. La gente resbalaba, tropezaba, caía, rodaba: ellas, como si alguien las llevara en palmitas. En la plaza del pueblo se separaron, y sin salir del éxtasis, cada una marchó para su casa. Ante la suya, vimos a Loli salir del trance con la más encantadora sonrisa».

Los espectadores serían aquel día unos cincuenta. Algunos estaban emocionadísimos, y todos, estupefactos. El cubano, creyente, pero no del todo practicante, que había subido con cierto escepticismo, no se recataba de decir una y otra vez:

-- "Esto es asombroso. Esto sólo lo puede hacer Dios".

«Recuerdo que entre los de aquel día en Garabandal había un mejicano, o español residente en Méjico, que decían era muy rico, millonario; no creía en nada, pero ante lo que acababa de ver, no salía de su asombro:

-- Estoy de verdad desconcertado. Ofrezco parte de mi fortuna, o toda ella, a quien sea capaz de hacer otra vez delante de mí todo eso que he visto en las niñas.

 

¡Qué bonito es el Milagro!

¡Qué bonito es el Milagro!, se había oído a Conchita en un éxtasis del 3 de septiembre. ¡Cuánto me gustaría que lo hicieras pronto!. ¿Por qué no lo haces ahora ya? Hazlo, aunque no sea más que para los que creen. A los que no creen, les es igual.

Según las notas de don Valentín, el párroco, en la noche del 3 al 4 de septiembre tuvieron Jacinta, Loli y Conchita un éxtasis muy prolongado. Hacia las tres de la madrugada estaban las tres "caídas" ante la puerta de la iglesia, formando un grupo de singular devoción y belleza. Fue entonces cuando se oyó a Conchita esas palabras sobre el Milagro.

Durante la fiesta del santísimo Rosario que fue el primer sábado del mes octubre hubo rezos vocales, pausados, cadenciosos, meditación de misterios, cánticos que brotaban del corazón. Aquel rosario duró nada menos que dos horas y cuarto, pero nadie sintió el peso de tal duración; y menos que nadie, las niñas, que estaban sumergidas en una contemplación bienaventurada.

 

Como pormenores más llamativos, el doctor D. Celestino Ortiz anotó tres:

-- Las videntes, en postura de sentadas, las piernas estiradas hacia adelante, las manos juntas ante el pecho en actitud de oración, y la cabeza echada hacia atrás, se deslizaban sobre el suelo pedregoso como si fuera sobre suave alfombra. Acabado el trance, pudo comprobar que las pequeñas no tenían ni una leve marca de rasguño o rozadura.

-- Después de veloz carrera, las niñas cayeron extáticas sobre un montón de leña que había junto a la casa del indiano, formando "un maravilloso cuadro plástico, con tal expresión de felicidad en sus rostros, que no podrían simularla, ni de lejos, los artistas más consumados".

-- Un señor de Madrid, que quiso seguir a las niñas en aquellas marchas, perdió el bastón que llevaba, y descorazonado ante la imposibilidad de encontrarlo en la oscuridad, se fue a sentar ante la puerta de Ceferino, lamentándose vivamente de lo ocurrido, pues "era un bastón prestado y, además, un recuerdo".

No mucho después, los circunstantes vieron aparecer a Conchita en éxtasis y marchando hacia ellos; la niña se llegó al desconsolado señor, le entregó, sin mirarle, su bastón y siguió adelante.

 

A. M. D. G.

 


 

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