Las Apariciones de la Virgen María en San Sebastián de Garabandal

Capítulo 34

 

Jean Caux.

Mercedes Salisachs.

 

Loli, en éxtasis, hablando con la Virgen.

 

Dice Benjamín Gómez:

Estas niñas, ninguna son feas, pero son mucho mas bonitas cuando están en éxtasis que cuando están normales. ¿Por qué cambian de cara?. ¿Con qué cosa de este mundo se puede hacer esto?. Una cosa de estas no es tan facil decirla como hacerla. ¿Por qué ese cambio de cara, tan alegre, aquella sonrisa, aquella alegria. Ellas decian que veían a la Virgen y sí que la verían. Aquí se demostró muy claramente que una persona hacia cosas maravillosas con las niñas. Para mí ese cambio de cara tiene mucho valor.

Dice María Josefa Lueje:

La cara de la niña, ya en éxtasis, se trasformó de manera inexplicable. De regordeta y colorada, como suelen ser los niños de aldea que se crian y crecen en ambientes sanos, se afinó y embelleció de forma que resulta dificil de decir. Era como si en pocos minutos hubiese adelgazado, afinado y empalidecido. Su voz se volvió dulcísima e impresionaba.

 

Jean Caux

 

El Doctor Jean Caux es un médico, cirujano plástico, un esteticista de París que fué a Garabandal por razones profesionales. Su visita a Garabandal transformó completamente su vida.

Dice Jean Caux:

Soy médico. Resido en Paris. Desde 1961 he sido testigo de los sucesos de Garabandal. Garabandal es un nombre que resuena en mis oidos como la victoria de la verdadera belleza, en especial para mi alma. Después de haber estudiado miles de caras en sus aspectos mas complejos, mi especialidad como esteticista fué una buena preparación para el fuerte impacto que iba a recibir en Garabandal.

Los éxtasis de las cuatro niñas me impresionaron profundamente y cambiaron completamente mi concepto de la belleza. Fue para mi una verdadera re-educación en profundidad. La primacía de la la vida interior. Las expresiones de la belleza del alma, como base de la belleza externa, que libera al cuerpo humano de sus frecuentes expresiones anti-estéticas.

En Junio de 1961, cuando comenzaron los éxtasis, fui a París a presentar "Estética", una película sobre "hipnosis y belleza". Leyendo en el periódico sobre los éxtasis de las cuatro niñas, mi esposa, también esteticista, y yo, decidimos hacer una nueva película titulada "Éxtasis y belleza" para el Congreso de estética de 1962. Para no perder mas tiempo, envié a uno de mis amigos, François Henri, a pedir autorización al Obispo de Santander.

El 18 de Octubre de 1961, dia del primer mensaje, sobre las 8:30 de la noche de un dia lluvioso, mi esposa y yo estábamos entre la multitud de gente agrupada alrededor de la puerta de una casa. De repente, entre la multitud de paraguas, apareció la cara bellísima de Loli en éxtasis. Tomé a mi esposa de la mano y la seguí. Aquella belleza de su rostro era la "razón de ser de mi profesión de esteticista", de mí mismo; fué como ver resuelta la incógnita de la verdadera belleza en un instante. Nunca he visto seres humanos en tan perfecta armonía de movimientos como las niñas en éxtasis.

Siguiendo a Loli, mi esposa y yo, con algunas otras personas, subimos las escaleras y llegamos a su habitación. El diálogo extático entre la niña y álguien muy querido de ella, era tan íntimo y precioso que solo podía ser con la Madre del Hijo de Dios, la Virgen María. Loli estaba en un estado de completa felicidad. La belleza y la pureza de su expresión nos transportaba a un mundo superior donde su Visión nos miraba con amor a cada uno de nosotros.

Por mi trabajo, he tenido ocasión de asistir a sesiones de hipnotismo, a éxtasis naturales y a éxtasis diabólicos y por ello puedo juzgar los éxtasis de las niñas de Garabandal como algo que solo puede venir de Dios. Después de horas de éxtasis, las niñas estaban sin el menor síntoma de fatiga, de ansiedad o desorientación. En Garabandal, durante los éxtasis, había un gozo y una alegría en las niñas que se contagiaba a todos nosotros.

Es muy importante el estado de la propia alma. Lo he sentido muy intensamente el dia de la Comunión visible de Conchita. Estuve presente en el Milagro de la Comunión, del cual he dado testimonio. A pesar de la invitación por escrito de Conchita, a pesar del permiso del Obispo de Santander para filmar, a pesar de tener el mejor equipo profesional de fotografía, no pude conseguirlo. Este día, un 18 de julio de 1962, yo tenía el mejor equipo para producir un documental en color y sin embargo por un motivo superior me fue imposible.

Jean Caux relata mas adelante, en una conversación con Alejandro Damians, lo que le sucedió.

EL Milagro de la Comunión visible dejó impresiones indelebles en mi alma. La Hostia visible en la lengua de la niña era mas hermosa que un lirio… mas blanca que la nieve... mas viva que un recién nacido en su cuna... Conchita, de rodillas, con la cara hacia el cielo; su rostro parecía sublimarse mirando al Creador; una Comunión real con la Divinidad y la Humanidad de aquella Hostia Santa. Todo en medio de un grito de ¡Milagro! entre la gente que lo veía.

Cuando Conchita se levantó no pude seguirla. La impresión de lo vivido en mi alma me hizo quedarme solo, meditando en mi propia situación de conciencia. En Garabandal, le estética del alma era mas importante que la estética del cuerpo. Los hechos de este dia cambiaron completamente mi vida.

Fotos: El 18 de julio de 1962, Don Alejandro Damians, sin experiencia en el manejo de equipos de filmación y a la luz de unas linternas, fue el que filmó los últimos momentos de la Comunión visible de Conchita.

 

En este film se pueden ver algunos fotogramas de la Comunión visible de Conchita, que fue vista a su vez por numerosos testigos, entre ellos también el doctor Jean Caux. 

 Don Alejandro Damians dice: en cuanto me vi junto a la niña, ya no miré más que a ella, y puedo jurar que no separé la vista ni un momento de su lengua. Yo vi cómo, con rapidez mayor de lo que alcanza la vista humana, se hizo la Hostia en aquella lengua. Sin fracción de tiempo, diría para explicarlo mejor.

 Diálogo entre el doctor Caux y Alejandro Damians,
el 15 de agosto de 1963.

 

Dr. Caux: Así que es usted quien hizo el film de la comunión de Conchita. ¡Qué ganas tenía de encontrarle para charlar de lo de aquel día!. ¿Le importa que le haga unas preguntas?.

Sr. Damians: Encantado yo también de este encuentro. Puede preguntar lo que quiera.

Dr. Caux: He leído atentamente su informe; pero quiero más detalles.

Sr. Damians: Tenga usted en cuenta que, si bien el informe es completo, hay algo que no me fue posible poner: lo que sentí por dentro; eso no lo puedo yo escribir.

Dr. Caux: Dígame: ¿estuvo usted mirando todo el tiempo?.

Sr. Damians: Yo, en cuanto me vi junto a la niña, ya no miré más que a ella, y puedo jurar que no separé la vista ni un momento de su lengua; claro que pude haber pestañeado, pero esto ya sabe usted es cosa de una fracción mínima de segundo. Y yo vi cómo, con rapidez mayor de lo que alcanza la vista humana, se hizo la hostia en aquella lengua. Sin fracción de tiempo, diría para explicarlo mejor.

Dr. Caux: ¿Por qué no filmó desde un principio?.

Sr. Damians: ¡Me quedé mudo, absorto!. Cuando quise darme cuenta, no sé si en realidad me la dí, pues no logro recordar cómo filmé, saqué la máquina y de prisa pude recoger los últimos segundos del milagro.

Dr. Caux: ¿Se le ocurrió tocar la forma?.

Sr. Damians: No.

Dr. Caux: La lengua de la niña, ¿estaba en postura normal?.

Sr. Damians: Yo diría que estaba más afuera de lo que corrientemente se saca para comulgar.

Dr. Caux: Permítame ahora una pregunta que deseo hacerle desde hace mucho tiempo: ¿Sintió usted en aquel momento una alegría tan enorme, tan fuera de este mundo, que no podrá usted compartirla con nadie, que no la cambiaría por nada, ni por mil millones de pesetas, por ejemplo?.

Sr. Damians: He aquí una pregunta que me he hecho yo más de una vez, y casi con las mismas palabras. La felicidad que yo sentí en aquellos momentos, no la cambiaría, ciertamente, ni por mil millones de pesetas, ni por nada del mundo. Era una alegría tan intensa, tan honda, que ni la puedo explicar, ni podría compartirla con nadie. ¡Algo fuera de serie!. Algo por lo que daría mi vida, y que no me dejó luego ni seguir el éxtasis de la niña, ni ir con mi mujer, ni con nadie; sólo pude refugiarme en un rincón y llorar en silencio.

Dr. Caux: ¡Me encanta oírle esto!. De veras, pues es lo que yo pensaba. Aún me quedan dos cosas que me gustaría muchísimo saber: por qué era tan grande su alegría, y si usted entonces se encontraba en estado de gracia. Perdone mi atrevimiento, si no quiere, no me conteste.

Sr. Damians: Le contesto muy gustoso. Yo estaba en gracia de Dios; y mi enorme emoción me la produjo, no el milagro en sí, no el ver a la niña con una cosa blanca en la lengua. Le voy a decir algo grande: lo que yo vi, o de lo que tuve tremenda impresión, fue de encontrarme con Dios Vivo y Verdadero. Por eso, aquello no lo cambiaría por nada en el mundo. Por eso, si Dios quiere que vea el milagro que se anuncia, me encantaría; pero si no es así, ¿qué quiere que le diga?, veo difícil que ya nada en el mundo pueda producirme una impresión como ésa que tuve de "verle a Él" en aquel solemne y grandioso momento de mi vida.

Dr. Caux: No sabe usted cuán feliz me hace, por un lado, y cuán desgraciado, por otro. ¡Yo sentí lo mismo que usted, pero al revés!.

Fíjese bien: yo llevaba todo preparado para filmar, lo tenía todo a punto como nunca y todo se me puso mal y no pude filmar nada. Sólo en el último instante, en la última fracción de segundo, alcancé a ver la Hostia, que ya desaparecía, tragada por la niña. En ese momento, ¡tuve la impresión de un dolor espantoso, horrible, que me ahogaba!. El dolor de un Dios que llegué a entrever, y que se me iba.

En ese momento, sólo pensé que yo estaba en pecado mortal. Lloré, como usted, ¡pero de dolor!. Comprendí lo que era el pecado y el infierno. Fue inútil que mi mujer tratara de consolarme; ni yo le podía explicar nada, ni ella me hubiera comprendido. Aquello era algo demasiado grande, en dolor, para compartirlo o para recibir consuelo. Por eso, creo que sólo si Dios me permite ver el Milagro, ahora que procuro estar siempre en su gracia, se me quitará del todo ese dolor tan hondo que creí me iba a matar y que aún sigue punzando mi corazón. Aquella noche en Garabandal tuve incluso la impresión de que el pueblo me esquivaba. ¡Como si vieran mi pecado!.

Sr. Damians: Lo comprendo todo, amigo mío. Y tengo que decirle que aquel día, no es que fuese únicamente impresión suya que el pueblo le quería mal: es que era verdad. El pueblo creyó que usted venía con una mujer que no era su esposa; incluso a mí me rogaron que viese la manera de echarle de allí. Ahora comprendo por qué Dios no dejó que le echasen. Se quedó usted y tuvo más dolor del que hubiera podido tener con una violenta expulsión.

Dr. Caux: Tiene usted razón. Pero prefiero de verdad que las cosas ocurrieran así, pues ahora sé lo que es Dios y lo que Él quiere de mí, lo que es el infierno de no ver a Dios y cómo ese dolor se me alivió en la confesión. Digan lo que digan, y aunque muchos se rían, yo no puedo abandonar el servicio de esta causa de Garabandal, a la que debo algo tan hondo como desconocido y terriblemente grandioso, que espero se me quite, o que se me colme, el día del Milagro. La vista del infierno me mueve a tratar de mover yo mismo al mundo, anunciando lo que ha ocurrido, lo que va a ocurrir, para que se puedan salvar. Mi familia fue la primera en creerme loco, aunque ahora ya no piensan lo mismo. Pero le aseguro que nada me importa lo que crea nadie; sólo me importa Dios.

 

 

Testimonio de Mercedes Salisachs.

 

En esta foto de 1967, en Los Pinos, de izquierda a derecha: Benjamín Gomez, Marichu Herrero, Mercedes Salisachs y Mari Loli.

 

Mercedes Salisachs:

Mercedes sufrió mucho por la muerte de su hijo Miguel.  Miguel murió en Francia en un accidente de automovil, el 30 de octubre de 1958, cuando tenía dieciocho años.

Dice Mercedes: Ignoro lo que habrán experimentado otras madres al perder así a un hijo como Miguel. Su muerte mataba de cuajo el motivo esencial de mi vida y, al perderlo, me sentí sumida en la oscuridad más espantosa.

Me decían que, con el tiempo, me conformaría; que, aunque no llegara a olvidarlo, su recuerdo iría diluyéndose, hasta quedar en una evocación amable; que, poco a poco, me iría acostumbrando a no verlo, a no oírlo, y aceptaría mi situación sin desgarro.

Pero el tiempo pasaba y yo continuaba en la desesperación. Aunque procuraba disimular mi tristeza, especialmente para no herir a mis cuatro hijos restantes, cuanto más tiempo transcurría, más se me acentuaba el vacío, la desorientación y el dolor.

Algunos, para ayudarme, echaban mano de argumentos religiosos. Me hablaban de la resignación cristiana; me recordaban su fe, la ejemplaridad de su muerte y me decían que debía dar gracias a Dios, por habérselo llevado en condiciones tan buenas para su alma. Pero la resignación no llegaba y todos aquellos argumentos se me antojaban huecos e inconsistentes.

Llegó un momento en que las dudas contra la fe se me volvieron obsesivas y todo cuanto hasta entonces había admitido sin excesivo esfuerzo, empezó a tambalearse, dejándome cada vez más abatida. Me convertí en un remedo de persona, sin más horizonte que el pasado, sin más esperanza que la de morir; pero con la impresión de que en la muerte se acaba todo, que la esperanza es una gran mentira y la fe una puerilidad lanzada para mantenernos a raya.

Sin embargo, todas mis dudas no cuajaban por completo. A veces, sin saber por qué, la esperanza volvía: "Y si Miguel me viera. Si fuera verdad eso de la Comunión de los Santos". Por aquel entonces, ni siquiera podía rezar. Tropezaba siempre contra el muro de la duda. Recuerdo que en cierta ocasión mi madre propuso rezar el rosario en común; yo me negué, por considerarlo "una vulgaridad".

En definitiva, yo necesitaba una prueba. Algo que me hiciera palpar que más allá de la muerte, la vida continuaba. Pero la prueba no llegaba, ni yo hacía por conseguirla. Por ejemplo, mi devoción a la Virgen era prácticamente nula. Hasta que un día, próximo a la fiesta de la Purísima, instintivamente me enfrenté a una imagen de la Dolorosa, suplicándole que, si Miguel vivía, ella me diese una prueba.

A partir de aquel día, ya no tuve más obsesión que la de volver a Dios. Y cinco meses más tarde, concretamente el 4 de mayo de 1959, después de una confesión general, me acerqué a Dios definitivamente, con la intención de no separarme de Él ni un segundo en todo lo que me restara de vida.

Desde aquel instante, todo empezó a cambiar para mí. Aunque mi nostalgia de Miguel seguía siendo enorme, y la soledad continuaba atormentándome, el sosiego interior era muy grande. El rezo del rosario dejó de parecerme "una vulgaridad" y mi devoción a la Virgen aumentaba de día en día.

De ahí que, cuando oí hablar de las niñas de Garabandal, pensara en visitar aquel remoto pueblo, no sólo por curiosidad, sino con la intención de rendir homenaje a la Virgen. Aprovechando la ausencia de mi familia, que había ido a Suiza, salí de Barcelona el Jueves Santo de 1962, acompañada de José, el mecánico, y su mujer, Mercedes.

Llegamos a Cosío el Viernes Santo, a la hora exacta de mediodía, y allí conocí al párroco de Garabandal, don Valentín Marichalar. Mientras esperábamos el vehículo que debía subirnos al pueblo, tuve ocasión de charlar con él. Pese a sus comprensibles reservas, acabó confesándome que, en el fondo, estaba convencido de que los hechos que allí ocurrían eran sobrenaturales, y que las niñas eran muy a propósito, por su inocencia, para recibir las visitas de la Virgen.

Eran ya las dos de la tarde cuando compareció el coche que debía trasladarnos a Garabandal. Su conductor, Fidel, nos comunicó que allí arriba el P. Corta, sacerdote jesuita que vino a ayudar a don Valentín durante la Semana Santa, se disponía a dar la comunión y que todo el pueblo estaba congregado en la iglesia.

Aquella misma tarde entregué a Jacinta unos objetos para que los diera a besar a la Virgen y, tanto a ella como a las otras tres, les hice la misma súplica: "Cuando veáis a la Virgen, preguntadle por mi hijo." Creo que fue Jacinta la que indagó:

-- ¿Y qué le pasa a su hijo?.

-- ¡Está muerto!, le contesté.

En casa de Mari Loli se habían congregado todos, en espera de la aparición. Yo le dí un papel, escrito por las dos caras; y, al entregárselo, le dije: "No espero respuesta. Lo único que me interesa es saber dónde está mi hijo", no dí su nombre.

Yo ignoraba aún cómo se producían las visiones. Aunque me lo habían explicado, me resultaba difícil imaginar su realidad. Ahora, después de haber estado en Garabandal varias veces y de haber visto tantos éxtasis, sigo creyendo que no puede haber explicación posible para describir no sólo la "caída" de las videntes, su expresión y movimientos, sino el clima de respeto que se produce siempre en cuanto "llega la aparición".

A simple vista, nada de lo que van realizando las niñas parece tener sentido: sus movimientos, sus oscilaciones, sus carreras desenfrenadas, sus coloquios a media voz, su insistencia en dar a besar el crucifijo, en una palabra, todo, al principio, causa estupor, por lo incongruente y por su apariencia de cosa sin mucho fundamento.

Sin embargo, acaba uno sospechando que nada de cuanto allí ocurre deja de tener su significado. Lo malo es que, para comprenderlo, hay que "vivir" en el pueblo, por lo menos, tres días. Tan pronto se familiariza uno con las pretendidas incongruencias, todo se aclara; la explicación inmediata o retardada, llega siempre.

Por lo que respecta a mi caso, debo confesar que, aunque deseaba mucho, esperaba poco. Había enfocado mi viaje dispuesta a afrontar incomodidades y obstáculos.

Esperando, según dije, en la casa de Loli, no tardamos mucho en oír el golpetazo característico de la "caída" en éxtasis; venía del piso alto. Se hizo un silencio general y al poco rato vimos bajar por las escaleras a Mari Loli, cogida de la mano de otra niña, mirando hacia arriba, con expresión arrobada. No creo que ni la mejor actriz pudiera imitar esa expresión.

Mari Loli se acercó a la mesa donde tenia los objetos que había de presentar a la Virgen y empezó a darlos a besar. Vi cómo tomaba mi papel, lo alzaba, lo volvía del otro lado y lo depositaba nuevamente en la mesa. Luego, agarrando la cruz, salió a la calle. El paso de la niña era ligero, armonioso, regular. Parecía como si anduviera por un pavimento bien liso y bien llano; no existía para ella lo que todos teníamos bajo los pies: cascotes, charcos, piedras, barrizales.

Como pude, yo me agarré del brazo de la niña que Loli sostenía; pero cuando, después de detenerse a la puerta de la iglesia, la vidente emprendió la subida hacia el monte, tuve que desprenderme. No podía seguirlas: tenía la impresión de que mi corazón, disparado, iba a detenerse de un momento a otro. ¡Tal era la cuesta que enfilaba a los Pinos!. Me quedé agotada en la falda del monte, esperando a que bajaran.

Me puse a pensar. La noche, hasta entonces, no había resultado excesivamente agradable para mí. Cuantas veces la niña daba a besar el crucifijo, lo hurtaba visiblemente a mis labios. La sospecha de que, si aquello era verdad, la Virgen rehuía a propósito mi beso, me dolía profundamente.

Cuando, al fin, llegó el descenso, vi a Mari Loli bajando de espaldas, sorteando obstáculos y socavones como si tuviera ojos en la nuca. Al entrar en el pueblo, se unió a Jacinta; sonrieron al encontrarse, y después daban a besar el crucifijo, y caminaban cogidas del brazo.

Jacinta "despertó" a la puerta de la iglesia, pero Loli regresó a su casa todavía en trance. Fue entonces cuando busqué a Jacinta y le pregunté por Miguel. Me dijo que la Virgen no había contestado a su pregunta. Desilusionada, me fui donde Loli, que me dijo lo mismo.

–¿Ha leído al menos mi papel?.

–Sí, lo ha leído.

El P. Corta estaba allí y, al comprender mi decepción, preguntó a la niña si volvería la Virgen.

-- Sí, de dos a dos treinta.

Entonces el Padre le recomendó que volviera a hablarle del asunto de mi hijo. A la hora anunciada, Mari Loli cayó de nuevo en éxtasis; salió de casa y se unió en seguida a Jacinta, que también andaba en trance por la calle. Dieron a besar el crucifijo a todos los que estaban allí; pero nuevamente me pasaron por alto, como si rehuyeran mis labios.

Y lo peor fue lo que dijeron al "despertar"; tanto Jacinta como Loli me dieron esta respuesta:

La Virgen ya me ha contestado; pero no puedo decírselo a usted.

Esto sobrepasaba todo lo anterior. ¡O yo no merecía que la Virgen me atendiera, o Miguel, pese a todo lo que yo suponía, se hallaba en un lugar que era mejor ignorar!. Tuve aún valor para preguntar a Mari Loli, si la respuesta de la Virgen era mala o buena. No puedo... no puedo..., y la expresión de su cara era verdaderamente impenetrable.

De nuevo intentó el P. Corta ayudarme. Preguntó a la niña: ¿Podrás decírselo mañana?. Tal vez, se limitó a contestar Loli, encogiéndose de hombros. Cuando me acosté, tenía la impresión de haberme convertido en un bloque de hielo. La sospecha de que ni Dios ni la Virgen estaban conformes conmigo, me dejaba tan abatida como la suposición de que Miguel pudiese estar experimentando algún castigo. Aunque me parecía ilógico dudar de la salvación de Miguel.

Antes de dormir, fui repasando uno a uno todos los fenómenos que yo había presenciado durante las horas del día y luego por la noche, y deseaba con toda mi alma encontrar cualquier "fallo" que me demostrara su falsedad, algo que me hiciese ver que todo aquello de Garabandal era pura superchería. Pero cuantas más vueltas daba a los hechos, más auténtico me parecía todo. ¡Yo tenía que ser la que de verdad fallaba!. Por eso, sin duda, no se me daba a besar el crucifijo.

El Sábado Santo no fue un día mejor. A pesar de la cordialidad que me prodigaban los Santa María, el P. Corta, don Valentín, el brigada de la Guardia Civil, y hasta las madres de las niñas, todo en el pueblo me estaba resultando hostil. Era indudable que toda aquella amabilidad se debía a la piedad y el recelo que sin duda despertaba el aislamiento a que la Virgen me había condenado. Mas para mí era lo de menos lo que pudiera pensar la gente; lo que más me dolía era percibir aquel desaire constante que venía de arriba.

Al fin, empecé a tener el presentimiento de que todo lo que me estaba ocurriendo pudiera guardar alguna relación con el sentido de los días en que nos encontrábamos. ¿Podía ceñirse todo lo mío a su significado litúrgico?. Casi no me atrevía a pensarlo; se me antojaba demasiado sutil. Pero lo cierto es que, a partir de aquel presentimiento, se me fue quitando el miedo. Lo acepté todo y me sometí a la voluntad de Dios.

Por la noche, cené temprano en la cantina, sola. Después, el brigada de la Guardia Civil me llevó a casa de Conchita. Su madre me recibió amablemente, y me ofreció un lugar junto a su hija. El calor de la llamarada era molesto, y mi malestar físico iba aumentando; sin embargo, mi bienestar moral crecía a medida que pasaban las horas.

Hablamos de infinidad de cosas. Lo más chocante de estas niñas es su naturalidad en el fluir de la vida corriente. Aceptan lo sobrenatural con una sencillez rayana en lo inverosímil: les parece que "ver a la Virgen" está al alcance de cualquiera y que lo que les ocurre a ellas es normal.

Lo que de verdad les preocupa es comprobar la credulidad de la gente. Infinidad de veces hacen esta pregunta: ¿Usted cree?. ¿Cree de verdad que veo a la Virgen?. Probablemente opinan que de esa credulidad depende el que la Virgen haga el milagro grande que vienen anunciando desde el principio. Al margen de eso, en todo momento dan muestras de una gran seguridad en lo que se refiere a puntos teológicos. Pese a su evidente ignorancia, sorprende la clarividencia con que lanzan sus comentarios.

Cuando Conchita cayó en éxtasis, yo me hallaba fuera de la cocina y por eso no pude apreciar exactamente cómo ocurrió. Sin embargo, en cuanto salió a la calle pude observar bien lo que le ocurrió al señor Mándoli, recién llegado a Garabandal. Aunque creyente, él no admitía las apariciones; de pronto vi cómo Conchita se desviaba de su camino y venía derecha hacia nosotros, el señor Mándoli estaba a mi lado, para ofrecerle a él su crucifijo.

Dicho señor, acaso avergonzado, o acaso para probarla, lo rehuía; Conchita, siempre con la cabeza como colgada hacia atrás, hasta resultar imposible ver lo que tenía delante, le seguía tenaz con su cruz, hasta que consiguió que la besara. Volviéndose entonces hacia mí, el señor Mándoli me confesó emocionado que acababa de pedir a la Virgen, que si aquello era cierto, Conchita le buscara para hacerle besar el crucifijo.

Si mal no recuerdo, tampoco aquella noche me lo dieron a besar a mí. Conchita se unió luego a las otras tres niñas, que andaban también en éxtasis por el pueblo. Cogidas del brazo las cuatro, y con paso ligero, según costumbre, recorrieron las calles, seguidas de la multitud con linternas.

Recordaba yo que otras apariciones, Lourdes y Fátima, habían sido muy locales y quietas, y me parecía como si la "acción" o "movimiento" de las que entonces presenciaba, tuvieran algo que ver con las características de nuestra actualidad. Era como si la Virgen, quisiera adaptar su misericordia a la "inquietud" de los nuevos necesitados. Hubieran resultado un poco extraños, en nuestra época, éxtasis como los de Fátima o Lourdes; la gente necesita otra tónica, otro estilo. Y el que reflejaban aquellas niñas de Garabandal se adaptaba bien a nuestra maneras.

Las apariciones se volvían, en ellas, asequibles; todos podían, guardando distancias, participar; todos, si se empeñaban, eran capaces de tomar parte, aunque indirectamente, en los diálogos que las videntes sostenían con la aparición. Desde el primer momento la Virgen había dado muestras de "querer acercarse" a los espectadores: permitía que se le hicieran preguntas, respondía a ruegos, aceptaba cosas para besar. Producía, ciertamente, la impresión de querer superar distancias o barreras.

Yo, sin embargo, me encontraba en aquellos momentos tan aplastada por el ostensible "desprecio" que la aparición me ofrecía, que sin meditar en la indudable generosidad que demostraba a tantos otros, me propuse firmemente no volver a hacer más preguntas ni esperar la menor señal a través de aquellas niñas.

Durante la Vigilia Pascual, las mujeres del pueblo, siguiendo una antigua costumbre, iniciaron un rosario cantado por las Calles. A pesar de mi cansancio, me vi impelida a seguirlas. La devoción que allí se respiraba, era realmente impresionante. ¡No recuerdo haber vivido una Pascua más fervorosa que aquella!.

La noche se me iba haciendo más clara, a medida que adelantaba nuestro rosario. Los tejados brillaban en la oscuridad casi tanto como la luna y las estrellas. Debíamos de ir por el tercer misterio, cuando ocurrió lo inesperado. Alguien me dio un golpecito en la espalda. Al volverme, me encontré con Rosario Santa María, que iba del brazo de Mari Loli; me dijo en tono confidencial:

Dice Mari Loli que tiene un encargo para tí. De momento quedé desconcertada, sin ocurrírseme de qué podía tratarse. Había tenido ya muchas decepciones y no esperaba nada. Pero Rosario Santa María añadió:

-- Se trata de algo que la Virgen le dijo ayer sábado, pero con encargo de que lo tuviera callado hasta después de la una de la noche.

Mari Loli, algo avergonzada, iba repitiendo: Luego, luego se lo diré. Yo, aturdida e intrigada, no sabía qué partido tomar. Pero Rosario, que había vivido de cerca mis malos ratos, intervino:

-- Nada de luego; se lo vas a decir ahora mismo, no puedes tener más tiempo a esta señora con semejante inquietud.

Entonces Mari Loli y yo nos apartamos algo de la comitiva; yo me incliné hacia ella, y ella, al oído, pero con voz clarísima, me dió el mensaje:

-- Dice la Virgen que su hijo está en el Cielo.

Lo que vino después, yo no sería capaz de describirlo. Todo, absolutamente todo, iba quedando absorvido por aquella declaración maravillosa. Sólo recuerdo con precisión que abracé a Mari Loli como si estuviera abrazando a Miguel. Después me vi en brazos de Rosario: ella también lloraba, y me decía tantas cosas, que yo no podía entenderla.

Se arremolinó gente en mi derredor, y como en una mezcla confusa, yo veía a don Valentín, al P. Corta, a Eduardo Santa María, al brigada de la Guardia Civil. Todos me miraban, entre asustados y emocionados. Llegó también la madre de Conchita, alarmada por aquel pequeño barullo, y deseosa de ayudar, exclamó:

-- Díganle a esa señora, que si llora porque no le han dado a besar la cruz, que no se preocupe, que tampoco a mí me la han dado a besar en toda la noche.

El resto del rosario fue como un subir al cielo. Recuerdo que le entregué mi bastón a Rosario Santa María y me así del brazo de Mari Loli; jamás en la vida me había sentido tan ligera ni tan segura. Llorando aún, continuamos el recorrido del rosario, calle adelante, camino de la madrugada. Creo que yo rezaba más con los ojos que con los labios, pues Mari Loli iba repitiéndome:

-- No llore, no llore; pero me era imposible hacerle caso.

¡Había tanto por qué llorar!. Ya no precisaba linterna, ya ni siquiera miraba al suelo; del brazo de Mari Loli y llena de fe en la Virgen, anduve el resto del tiempo mirando sólo hacia arriba: ¡nunca he visto el cielo tan estrellado y tan diáfano!. Cada estrella era una sonrisa.

Hacia las tres de la mañana, entrábamos en la taberna del padre de Loli, Ceferino, comentando las cosas ocurridas aquella noche memorable. Yo, aturdida aún por lo que me había sucedido, vi que Rosario cuchicheaba con Loli. Poco después vino a mí:

-- Dice Mari Loli, que el mensaje que te ha dado es incompleto; pero como te has puesto a llorar tan pronto, no ha podido continuar diciéndotelo.

Entonces la niña me confió lo que faltaba, y con aquello me dejo aún más perpleja.

-- Me ha dicho también que su hijo es muy feliz, felicísimo, y que está con usted todos los días. Yo ya sabía que su hijo estaba en el cielo; lo sabía desde ayer, en que me lo dijo la Virgen. Pero lo tenía callado porque Ella me dijo: No se lo digas a esa señora hasta mañana, después de la misa de Pascua.

A partir de aquel momento, todo cambió respecto a mí. Bastó que la niña cayera nuevamente en éxtasis, para demostrarme que aquel "juego de silencio" de los días anteriores estaba concluido. Inmediatamente vino a mí y aplicó el crucifijo a mis labios, una, dos, tres veces; luego, haciendo con él la señal de la cruz en mi frente, en mis labios y en mi pecho, volvió a darlo a besar la Virgen y, como para sellar definitivamente todo cuanto acababa de confiarme, de nuevo me lo ofreció a mí. Después, sin darlo a besar a nadie más, salió a la calle.

Ya fuera de casa, Ceferino, el padre de la niña, me hizo señas para que me acercara. "Está hablando de usted con la Virgen", me dijo. Efectivamente, así era:

-- Yo ya le decía que no llorase, que tenía que estar contenta, pero no me hacia caso. ¿Y si vuelve a llorar cuando se lo cuente?.

Tan pronto como hubo acabado el éxtasis, Mari Loli vino hacia mí y me comunicó por lo bajo que tenía otro mensaje. Esperó a que nos quedáramos solas, y en seguida me dijo:

-- Cuando yo estaba hablando con la Virgen, vi que se sonreía mucho, y que miraba hacia arriba; al preguntarle yo por qué se sonreía tanto, me ha contestado que al mismo tiempo que Ella me hablaba, "el" estaba viéndola a usted y que su alegría era muy grande.

–¿A quién te refieres, Mari Loli?, ¿A mi, ... él... ?.

No llegué a pronunciar abiertamente su nombre, pero ella me atajó:

-- ¡Eso!, Miguel. Me ha dicho la Virgen: "Dile sobre todo a esa señora que mientras hablo ahora contigo, Miguel la está viendo a ella, y que es felicísimo, que está muy contento, muy contento.

-- ¡Dime, Mari Loli!. ¿Cómo sabes tú que él se llama Miguel?.

-- Porque yo he preguntado a la Virgen: ¿Quién es Miguel? y Ella me ha contestado: "El hijo de esa señora."

Cuando todo se acabó en aquella madrugada, mi regreso a la casa donde tenía hospedaje fue como andar sobre una nube. El pueblo se azuleaba ya bajo el cielo todavía estrellado. El sol aguardaba detrás del monte.

 La Virgen se preocupa de todos nosotros con amor de  Madre, hasta de las cosas mas pequeñas:

Dice Conchita:

La Virgen, muchas veces, no nos miraba precisamente a nosotras, sino más lejos, a la gente que había detrás. Cambiaba a veces de semblante; pero sin dejar de sonreír. Yo le preguntaba: "¿A quién miras?", y Ella me decía: "MIRO A MIS HIJOS".

Hablábamos con Ella de todo, hasta de nuestras vacas. Se sonreía mucho. También jugábamos. ¡Qué felices éramos entonces!.

 

A. M. D. G.

 


 

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